La sociedad mundial se vio conmovida ante la pandemia con el sorpresivo aislamiento y las formas que impusieron a la educación, la salud y el trabajo. Esto constituyó un genuino punto de inflexión entre dos mundos. Un mundo prepandémico más a menos conocido y un emergente y aún difuso mundo pospandémico. Ubicarnos en este contexto nos obliga a reflexionar sobre la situación de todos los alumnos en riesgo educativo: los excluidos, los que fracasan, los marginados, los vulnerables a los procesos de discriminación.
La inclusión es un concepto que tiene ya un recorrido histórico desde la antropología, la filosofía y la educación, que ponen el acento en que la sociedad en su aspecto macro y en la escuela como parte de ella debe responder a la diversidad. En consecuencia, atender a la diversidad es construir dispositivos entre las instituciones educativas y las familias, entre las familias y el contexto social y cultural, entre los representantes políticos y las instituciones sociales. Pensar en una educación inclusiva supone contemplar las múltiples dimensiones que se involucran en ella y que deben atender a sus emergentes de una manera integral.
Distintos autores -Ainscow, Booth y Dyson (2006) y Echeita y Duk- definen: “la escuela inclusiva es aquella que garantiza que todos los niños, niñas y jóvenes tengan acceso a la educación, pero no a cualquier educación sino a una educación de calidad con igualdad de oportunidades para todos y para todas”. No sólo por justicia social sino como promotores de innovación y mejor calidad educativa.
Reconstruir la escuela que tenemos para crear una escuela extraordinaria que supere la vieja dicotomía normal/especial significa cambiar la gramática de cómo hacer las cosas y con quién. Donde la atención a la diversidad implique analizar, identificar y eliminar aquellas barreras que obstaculizan el real proceso educativo con el conjunto de la sociedad.
Las investigaciones de referencia marcan que la educación en general en los distintos niveles debe dar lugar a la inclusión entendida desde una filosofía construida sobre la creencia de que todas las personas son iguales, y por lo tanto deben ser respetadas en sus oportunidades de participación plena en todas las actividades y contextos. La participación que implica la experiencia como un acto instituyente en el sentido de lo político y de lo subjetivo, es una creación que exige tener en cuenta tramas simbólicas, constelaciones históricas y políticas.
Estas experiencias que surgen de la participación en contextos inclusivos permiten visibilizar la complejidad de las interrelaciones involucradas y los sentidos construidos por quienes participan en la situación. De este modo se tensiona la idea del derecho a la inclusión como mero enunciado legal y se pone en juego la experiencia real y visible de los actores educativos que implementan sus prácticas educativas inclusivas.
Se trata entonces de movilizar la acción del conjunto del sistema educativo en formatos que promuevan la efectiva y plena inclusión en la sociedad. En consecuencia tanto las prácticas, las culturas y las políticas serán determinantes en el proceso de inclusión.
El concepto de la inclusión educativa lo señala la Unesco, que afirma que todos los alumnos tengan oportunidades equivalentes de aprendizaje independientemente de las diferencias culturales, sociales, de aprendizaje y/o de la modalidad de escuela a la que asistan. En nuestro país, la Ley Nacional de Educación (Ley 26.206) del año 2006, en sus artículos 11 y 42 reconoce la responsabilidad de los Estados de garantizar las condiciones necesarias para el acceso, permanencia y aprendizaje de calidad a través de políticas universales en todos los niveles y modalidades del sistema educativo.
“La sociedad inclusiva que buscamos no está solo fuera de la escuela, en el futuro. Está (puede estar) todos los días dentro de la escuela, en el espacio de convivencia y participación que crean los centros escolares a través de sus culturas, sus políticas y sus prácticas en el aula” (Ainscow, 2018).
Estamos en presencia de un nuevo orden familiar, social y educativo que impone la reflexión del conjunto de los actores para encontrar respuestas consistentes y reales frente a los desafíos de la inclusión, para construir una enseñanza de calidad y equidad.
“En el fondo, la inclusión educativa es el proceso (complejo, difícil y plagado de dilemas) de llevar nuestros principios y valores a la acción” (Booth, 2006). La educación inclusiva es una revolución cultural. Pongámonos en marcha si estamos convencidos de ello. Este y otros serán los temas a tratar, en el VIII Congreso Argentino de Psicología del Tucumán.