De cada libro que he leído tengo heridas, heridas que no cierran y sangran todavía. Es imposible no tentarme con parafrasear las letras iniciales del tango de José Canet que la voz de Julio Sosa me devuelve al oído cuando pienso en los libros y en los milagros que ellos obraron en mí. Porque, convengamos, las marcas que dejan los libros en los lectores son definitivas. Son verdaderos tajos de luz incruentos que no cicatrizan jamás. Se podrá decir con total justicia que soy un bibliófilo impenitente y desbordado, pero lo soy entre millones. Formo parte de esa ancestral comunidad estrafalaria y anónima cuya hermandad tácita viene dada por el amor incondicional a los libros.

Entonces la pregunta surge espontánea, ¿en qué consiste el libro que realmente amamos? Sólo para empezar diré que el libro no es otra cosa que el soporte de un infinito mundo encantado donde el saber, la información y el entretenimiento brotan a raudales y siempre están disponibles para aquellos espíritus ávidos de emprender la eterna aventura del conocimiento o, por qué no, de ingresar a insospechados universos paralelos.

¿Y cuál fue su origen? El libro no siempre fue como lo conocemos. Su materialidad fue cambiando con el devenir de los siglos. De la tosca roca tallada o pintada llegamos, en los días que corren, al libro “espiritual”, cuyas palabras están escritas en el limbo de la cibernética, el e-book, la virtualidad del texto digital, incorpóreo. Por eso, y para conocerlo mejor, les propongo que transitemos juntos el itinerario que llevó a que unas piedras talladas o unas hojas de papiro se transformaran con el tiempo en ese poliedro de papel, tan ergonómico y mágico, que tanta felicidad nos depara. Este recorrido no será otra cosa que repasar la historia del libro en una apretada síntesis —de tan sólo 700 palabras— que expongo a continuación, a modo de un miniprograma de estudio:

Los sumerios y los babilonios y los primeros rudimentos de la escritura en la Mesopotamia, cuatro milenios antes de Cristo. La escritura cuneiforme, en piedra y en tablillas de arcilla. Los jeroglíficos egipcios. La tablilla de Kish, el Código de Hammurabi, la Piedra de Rosetta. Se inicia la era del manuscrito: el uso del papiro y el cálamo (siglo IV a. C.). El rollo (scripta continua). La mirada griega en Homero y Hesíodo luego del 750 a. C.: la exaltación de la memoria a través de la tradición oral. La admonición de Sócrates a Fedro sobre los efectos nocivos de la escritura frente a la cultura de la oralidad y la declamación, a finales del siglo V a. C. El paso del soporte vegetal —en Alejandría (Egipto)— al animal —en Pérgamo (Eólida, actual Turquía)—, en la primera mitad del siglo II a. C.: nace el pergamino. El uso del códex o códice —cuadernos de pergamino plegados, cosidos y encuadernados— desde el siglo I al IV de nuestra era. En 384, san Ambrosio lee en silencio ante el asombro de san Agustín; hasta ese momento sólo se leía en voz alta. El siglo VI y el circuito del saber: los monasterios, el escriba y los copistas. Los talleres monásticos o scriptoria, los monjes amanuenses y el uso del latín. El armarius y el rubricator. La iluminación: la inicial o letra capital, el borde y la miniatura. La escritura carolingia y la modificación caligráfica. La introducción del papel de cáñamo o lino en Europa a través de los árabes en el siglo VIII. El Misal de Silos, antes del año 1000 en Burgos, la primera obra en papel del continente europeo. El siglo XIV, Petrarca y la invención del “autor”. Johannes Gutenberg —el alemán orfebre— y la revolución de la imprenta de tipos móviles en 1450. El taller de impresión: el maestro impresor-editor, el jefe de composición, el oficial cajista, el diseñador de tipos, el corrector de pruebas, el operador de la prensa y el aprendiz. Johann Fust y la Biblia de 42 líneas de Maguncia (Biblia de Mazarino) en 1453. Venecia y las innovaciones de Aldo Manucio, luego de 1490: la página de tamaño “octavo”; la tipografía itálica (cursiva o bastardilla) reemplaza a la gótica; el libro portátil o de bolsillo con los clásicos griegos y latinos; los primeros catálogos editoriales. Los verdaderos incunables (incunabulae), libros impresos antes de 1501. El desarrollo de la industria del libro y la democratización del conocimiento. Lutero y la Reforma: la guerra de panfletos. El Renacimiento y los umanisti al comienzo del siglo XVI: Erasmo y Tomás Moro. La Ilustración y los philosophes. Denis Diderot y la Encyclopédie (1751-1772). La Revolución Industrial y la máquina de vapor: de la prensa manual a la mecánica. El crecimiento exponencial de la producción de diarios, revistas y libros. El derecho de autor en la ley del Reino Unido de 1709. El boom del mercado editorial y el auge del editor —el “otro” de la literatura— a partir del siglo XIX. El inicio del siglo XX y el uso la tecnología moderna; el agente literario: Carmen Balcells, Andrew Wylie, Guillermo Schavelzon. La edición en rústica y los libros de tapa blanda. Allen Lane crea Penguin Books y los libros de bolsillo a seis peniques para leer en el tren, es el año 1935. El monopolio de los grandes conglomerados: Bertelsmann, Penguin Random House, Planeta, al mismo tiempo que resisten y proliferan las editoriales independientes. La escritura en el limbo: la irrupción del libro electrónico —libro digital o ciberlibro— o e-book. Michael Hart y el proyecto Gutenberg en 1971. El siglo XXI y la explosión comercial de los lectores digitales Microsoft Readers, Amazon Kindle, Nook de Barnes & Noble. Lo inesperado: el declive a partir de 2015 y el repunte sostenido del libro papel y los sistemas de impresiones digitales de última generación. El plantel del grupo editor y su composición actual: el dueño de la empresa o publisher; el director editorial (editor in chief o managing editor); el editor de mesa (el copy editor), el que ejecuta el editing; el corrector de estilo; el corrector de pruebas o galeradas; el corrector ortotipográfico; y el lector profesional de originales.

Como ven, hicimos un largo, abigarrado y vertiginoso repaso a través de cuatro milenios de historia de la escritura y del libro hasta llegar a nuestro tiempo. Y aquí, bien vale recordar a un selecto grupo de editores que contribuyeron al engrandecimiento de la industria editorial argentina. Que quede claro, no es una lista exhaustiva, pero sí imprescindible. Sólo un puñado de nombres que no debieran dejar de ser celebrados. Pienso en Constancio C. Vigil y su Atlántida (¡la de Billiken, nada menos!); en los hermanos César y Víctor Civita de editorial Abril; en Boris Spivacow al frente de Eudeba y luego fundador y factótum del Centro Editor de América Latina; en los hermanos Gregorio y Félix Weinberg; cómo olvidarme del caso impar de las hermanas Ocampo, Victoria y Silvina. Y en las publicaciones de diarios y periódicos los destaco nítidos, sin sombras, a José C. Paz, Natalio Botana, Roberto Noble, Jacobo Timerman y al todavía con vigente brillo, a los 85años, José Claudio Escribano.

Por último, doy por descontado que si usted lector está leyendo estas líneas es un catecúmeno, como yo, de esa inmensa y silenciosa cofradía que tiene en la lectura y la escritura, si no su vocación, por lo menos una actividad gozosa y de completud. Por ser catecúmenos laicos, entonces, somos aspirantes a recibir el bautismo de las manos de los númenes de la literatura universal ungiéndonos con el agua redentora de la creación artística. Y ante tanto mensaje apocalíptico que viene vaticinando la desaparición del libro de papel, en el que tanto usted como yo nos deleitamos con el olor a nuevo de la tinta fresca; y también, y sobre todo, con el olor a viejo de las hojas sepias, tan únicos ambos, me aferro a la promesa del título de un librito de Umberto Eco y Jean-Claude Carrière, escrito en 2009, donde se proclama de manera imperativa que “nadie acabará con los libros”. Esas cinco palabras las suelo repetir como un mantra. Es, en todo caso, una plegaria de mi anhelo esperanzado. Mi verdadera profesión de fe.

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Jorge Daniel Brahim - Editor, escritor, ensayista.