La verdad nació para ser negada. Santo Tomás de Aquino abordó la cuestión en su Summa Teológica. En “As deum sit” plantea que si se dijese que “la verdad no existe” y eso fuera cierto, la negación de la verdad sería una verdad en sí misma. Acaso, la verdad necesita ser negada precisamente, para ser. Pese a esta confirmación lógica de la verdad, la humanidad, o cuanto menos occidente, no deja de sorprender con la negación de verdades probadas. Se niega que el hombre haya llegado a la Luna. O que sea “redondo”. En ese contexto, la última creación –precisamente- desde ciertos sectores del creacionismo tiene que ver con la edad de la Tierra. No conformes con la idea de que todo surgió hace no más de 10.000 años, ahora arrecia el planteo de que este planeta tiene, tan sólo, 4.000 años. Ni uno más.
Datar con exactitud la cuestión no es sencilla. Lo explica magníficamente en un texto escolar el geofísico Santiago Sollazi (UNLP). Usamos los isotopos de carbono (el famoso carbono 14) para determinar cuándo murió un ser vivo. Pero la Tierra también está viva, el magma está todo el tiempo derritiendo rocas, entonces no se puede apelar a los isotopos de las rocas. Así que decidieron buscar en rocas que vienen del espacio: los meteoritos. Y estudiando el decaimiento de esos isotopos determinaron que esta roca (la tercera en orden respecto del Sol) tiene unos 4.600 millones de años. Las dataciones que evalúan el decaimiento del hafnio (deviene tungsteno) retraen la datación a 4.400 millones de años. Las más difundidas (por ser anteriores) estudian el decaimiento del plutonio (se degrada hasta volverse plomo). Ese decaimiento toma unos 4.500 millones de años y, por ende, se considera que esa es la edad de la casa común de la humanidad. Dicho de otro modo, el plomo prueba con rigurosidad que la Tierra tiene mucho (pero muchísimo) más que meros 4.000 años de existencia.
Claro está, quien no quiere entender no lo entenderá, no importa cuantas pruebas haya.
Ayer, la Argentina pudo ver, en toda su dimensión, la matriz de ese negacionismo. El Tribunal Oral Federal N° 2 de Comodoro Py dio a conocer los fundamentos de la sentencia en la causa “Vialidad”. Es decir, detallaron las evidencias por las cuales declararon a Cristina Fernández de Kirchner culpable de administración fraudulenta y la condenaron (en primera instancia) a seis años de prisión e inhabilitación para ejercer cargos públicos. La respuesta del oficialismo, sin embargo, sigue consistiendo en negarlo todo.
El fallo, sin embargo, es el plomo que comprueba, pesadamente, la corrupción “K”.
La prueba
Los fundamentos de la sentencia de los jueces Jorge Gorini, Andrés Basso y Rodrigo Giménez Uriburu pueden agruparse, si se quiere, en dos grandes conjuntos. Por un lado, están los destinados a sustentar el veredicto de culpabilidad. Sostiene, concretamente, que se ha probado “un hecho de corrupción estatal de un perjuicio descomunal”. Unos $ 85.000 millones actualizados a diciembre de 2022.
¿Qué probó la Justicia? Que durante las dos presidencias de Cristina Kirchner (2007-2011 / 2011-2015) ella se encargó de que el Estado favoreciera a Lázaro Báez con obras públicas financiadas por la Nación para ser ejecutados en Santa Cruz. Para que ello fuera posible –comprobaron- intervinieron funcionarios de primer nivel del Poder Ejecutivo Nacional, de la Dirección Nacional de Vialidad y la Dirección Provincial de Vialidad de Santa Cruz y un empresario de la construcción: Lázaro Báez.
Determinaron que al final del Gobierno de Cristina se montó una operación a la que denominaron “limpien todo”, por la cual se desguazó la telaraña de empresas que había tejido Báez. No era un entramado menor: cerraron todo y despidieron a casi 2.000 empleados. Un tucumano aportó (involuntariamente) las pruebas: son los chats obtenidos del teléfono de José López, quien se desempeñó como secretario de Obras Públicas del kirchnerismo.
El beneficio económico de todo este aparato de exacción de recursos públicos no fue un acto de mecenazgo en favor de Báez, sino que estuvo directamente enfocado en beneficiar a la familia Kirchner. La finalidad, escribieron, consistió en “asegurarle un beneficio económico tanto a este (Báez) como a la sociedad conyugal integrada por los ex presidentes Néstor Carlos Kirchner y Cristina Elisabet Fernández de Kirchner”.
Para ello, el “modus operandi” escogido no fue el trámite ordinario que reciben las contrataciones del Estado nacional, sujetas a la supervisión de los organismos de control. Eso ocurrió sólo con las obras iniciales. Inmediatamente después se optó por la modalidad de obras por convenio: era Vialidad de Santa Cruz la que quedaba a cargo de la realización de las tareas (luego tercerizados al grupo Báez). De ese modo, el grupo empresario no tenía que demostrar capacidad de trabajo.
Los jueces sostienen que, dada la relación que mantenían con el empresario, resolvieron el cese de controles al contratista. “En lugar de la relación de distancia y controlar que debió signar el vínculo entre las dimensiones pública y privada, aquí hemos visto una promiscua y absoluta confusión entre ambas esferas”, sentenciaron.
Como el grupo Báez, mediante esta maniobra, ni siquiera debía demostrar cuánta maquinaria pesada tenía en su patrimonio, se le asignaron de manera paralela centenares de kilómetros de rutas para reparar o para asfaltar. En simultáneo, como su empresa fue creada a pocos días de que Néstor Kirchner asumiera como Presidente (antes, Lázaro era empleado bancario), fue adquiriendo otras firmas constructoras hasta el punto de montar –según los magistrados- un esquema de cartelización de la obra pública patagónica. Es decir, Báez competía contra Báez para la obtención de trabajos.
Los imputados entendieron los jueces “operaron al margen del interés público”. Y, bajo la apariencia de lo lícito, montaron “una sincronizada y unívoca disposición del aparato estatal enderazado a la consumación del delito”.
El daño contra el Estado, debidamente cuantificado, es considerado por los jueces como “una de las mayores afectaciones al patrimonio estatal judicialmente probadas en la historia de nuestro país”. Para más detalles, los miembros del tribunal precisan que fueron encontrados todo tipo de “acuerdos espurios entre las personas interesadas… propio de las prácticas organizadas de corrupción estatal y empresarial; y visos propios de los delitos económicos”. Todo ello “para asegurar los beneficios económicos” de Báez y de los Kirchner.
En concreto, sostienen que Báez “cobraba irregularmente montos millonarios del Estado Nacional y luego los destinaba a operaciones privadas con la ex Presidenta de la Nación, quien permitió y facilitó la erogación de ese dinero guiada por un claro interés personal”. Justamente, los negocios privados de los Kirchner con Lázaro Báez prueban “un vínculo comercial tan estable que abarcó prácticamente tres mandatos presidenciales”. Esa relación, por ejemplo a través de los hoteles Los Sauces y Hotesur que las empresas de Báez contrataban a gran escala, demuestran “sin margen a segundas interpretaciones que los beneficios indebidamente obtenidos por el empresario a raíz de la maniobra defraudatoria tenían como destina final, en parte, las empresas familiares de la ex presidenta”.
Concluyen los magistrados que “la comprobación de un interés personal sobre el plan criminal de parte de Cristina Fernández de Kirchner, evidenciado materialmente en la participación de la nombrada en el producto del delito a través de múltiples operaciones comerciales con el empresario, detrás de las sociedades ilegalmente beneficiadas (incluso en forma paralela y concomitante a la adjudicación de las obras licitadas y licitadas en perjuicio de la Dirección Nacional de Vialidad), fue dirimente”.
El “lawfare”
El segundo conjunto de fundamentos estuvo destinado a responder las acusaciones vertidas contra el tribunal por el cuarto gobierno kirchnerista en pleno. El oficialismo sostuvo en diciembre, cuando se conoció el fallo, el oficialismo salió cerradamente a sostener que la Vicepresidenta de la Nación era víctima de una persecución montada por “la derecha”, “los medios” y los “tribunales”, que sintetizan con el término inglés “lawfare”: una “guerra judicial”.
Según los magistrados, el “lawfare” es “una coartada para eludir, ante los poderes judiciales democráticos, la rendición de cuentas por la comisión de delitos de corrupción”.
Gorini, Basso y Giménez Uriburu la consideran una pobre “teoría conspirativa” que “no niega ni explica los hechos comprobados”. Más aún, consideraron “ya resulta un cliché de todo ex o actual funcionario público imputado en una penal (de cualquier espacio político, por cierto) el vincular el devenir del proceso con la coyuntura política o el calendario electoral. Diríamos que es casi, permanentemente, una defensa anunciada tendiente a influir más en el ámbito de los medios de comunicación que en cualquier otro universo”.
La negación
Más de 1.200 páginas tienen los fundamentos de la sentencia. Una extensión que se corresponde con el volumen de las pruebas reunidas por los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola: durante la celebración del juicio se dijo que la evidencia reunida pesaba unos 2.000 kilos.
La contundencia también le hace honor al hecho histórico que la propia sentencia configura: es la primera vez que una persona en ejercicio de la Vicepresidencia de la Nación es condenada por un delito de corrupción en perjuicio del mismísimo Estado que administra.
Claro está, seguirá habiendo quienes sostengan que esas verdades no son tales. Que todo es mentira. Y proscripción. Y “lawfare”. Es decir, que la democracia no consiste en tener justicia soberana, prensa independiente ni libertad de pensamiento. En occidente, por caso, son muchos los que sostienen ya que la Tierra es plana y tan joven que, prácticamente, apareció ayer.
Por supuesto, son muchos más los que tienen pruebas de que no es así. Los que consideran que hay verdades que sobreviven cualquier negacionismo también son legión.