Carlos Duguech

Analista internacional

Decidí escribir esta columna en primera persona. Cuando todavía el mundo estaba en guerra (IIGM) se iniciaba en San Francisco (Estados Unidos) la “Conferencia de las Naciones Unidas sobre Organización Internacional”, el 24 de abril de 1945. Doce días después, la Alemania nazi se rendía a los aliados. Pese a que entró en vigor el 24 de octubre de ese año y que Japón había sucumbido rindiéndose el 15 de agosto, en ningún lugar de la Carta de la ONU, con algún agregado posterior, necesario, se hacía mención de esa sí que estruendosa y revolucionaria forma de destruir y matar masivamente con las bombas atómicas sobre el imperio nipón.

“Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas” (las primeras palabras identificadoras de quienes son los que encaran la redacción de la Carta,) “resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanizad sufrimientos indecibles”… y a partir de allí, expresiones valiosas de un catecismo cívico con plausibles objetivos y medios.

En tiempo pasado

Pero, debo decirlo, la redacción de la Carta menciona en tiempo pasado “las dos guerras”. Claro que, obviando que la guerra continuaba en Japón, con bombardeos intensos de los Estados Unidos. Un sólo ejemplo da la pauta de cómo Japón iba camino a su derrota, aún sin las bombas atómicas de agosto de 1945, es este: el 1º de junio de ese año más de 500 bombarderos B-29, cuatrimotores norteamericanos con la escolta de casi 150 aviones caza, lanzaron miles de bombas sobre Osaka con miles de muertos y amplia destrucción. Sumado a ello, y para tener idea de la situación demasiado crítica para Japón, sólo citar que su flota de mar, la de un país isleño, nada menos, estaba diezmada. Salvo los kamikazes que hacían un supremo ejercicio de defensa con ataques suicidas con sus aviones, Japón estaba derrotado, con los últimos estertores, por las fuerzas estadounidenses.

Un dato más para dar cuenta del derrumbe de Japón: en 1945 año de creación de la ONU, el 9 de marzo, 330 aviones estadounidenses B-29 lanzaron 1.700 toneladas de napalm (bombas incendiarias) sobre Tokio. Una hoguera fantasmagórica con más de 100.000 muertos. Fue el más grande bombardeo no atómico de la historia. Era natural que Japón no pudiera sino finalmente rendirse aún sin responder al ultimátum desde la conferencia de Postdam (Truman, Attlee, que siguió a Churchill y Stalin) que exigía rendición incondicional. Claro que se entendía que el emperador no gozaría de inmunidad, algo inaceptable para los nipones, que le atribuían rasgos de divinidad. Por eso el “no” que implicaba la no respuesta al ultimátum fue el ticket de entrada al pavoroso mundo nuclear de Hiroshima y Nagasaki. El “no” que buscaba Truman para su “prueba de campo” de las dos primeras bombas (de uranio, una; de plutonio, otra).

Las dos carátulas

El bloque anterior de esta columna muestra, como en los frontispicios de los teatros del siglo pasado, las dos carátulas de la política internacional ejercida por los aliados en la IIGM. De los que impulsaron la creación de la ONU. El derecho internacional considerado en la “Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados” (1969) contiene una regla de oro: “Obligación de no frustrar el objeto y el fin de un tratado antes de su entrada en vigor”. Estas palabras condensan un principio inexpugnable en orden a la convivencia pacífica, se repite tanto como un anhelo aunque refleja poco las realidades. La Carta de la ONU, suscrita el 26 junio de 1945 entró en vigencia el 24 de octubre de ese año.

Sólo 41 días después de semejantes propósitos expresados ceremoniosamente el mundo se espanta por Hiroshima y por Nagasaki. Infiernos y muerte provocados por uno de los países fundadores de la ONU y con reserva permanente de un asiento junto a otros privilegiados con iguales ventajas. Privilegios sobre los restantes 188 miembros que tienen un voto en la Asamblea General. Sí, democrática, pero sin capacidad para que sus resoluciones fuesen vinculantes como las del Consejo de Seguridad.

Alberdi

Un libro que me ganó en mi juventud fue “El crimen de la guerra”, en una edición popular de la editorial TOR de 1946. Descubrí a otro Alberdi, distinto al que nos enseñaban en el secundario. Bien que advertí, muy joven, que era un autor algo desordenado aunque de ideas revolucionarias, profundas. No fue sino hasta leer algunos de sus párrafos para darme cuenta de que además de constitucionalista es un internacionalista de fuste y muy creativo: “Todo estado que no pueda dar 10 pruebas auténticas de 10 tentativas hechas para prevenir una guerra como el último medio de hacer respetar su derecho, debe ser responsable del crimen de la guerra ante la opinión del mundo civilizado si quiere figurar en él como pueblo honesto y respetado y respetable”.

A la par comenzó a interesarme lo de ONU como una especie de corporación que el propio Alberdi imaginaba en ese libro cuando recurría a la expresión pueblo-mundo y gobierno universal. Tengo muy presente cómo pude leer al gran pensador tucumano en una versión de extraordinario valor. La doctora Élida Lois, distinguida académica de letras (filóloga hispanoamericana) que vino a Tucumán para integrar una mesa pública de análisis de “El crimen de la guerra” nos acercó su versión del libro en una edición crítico-genética con un estudio preliminar. Un trabajo elogiable porque todo se basó en los originales de las libretas en las que la difícil letra de Alberdi implicaba un gran esfuerzo y conocimiento. Esta, puede decirse, es la versión más fiel y estudiada.

LA GACETA

Un ejemplar del diario que un vecino le alcanzó a mi padre en Tafí Viejo el 23 de noviembre de 1943 daba cuenta de que su país de nacimiento y emigración, Líbano, había declarado su independencia. Mi madre, también inmigrante libanesa celebró con alegría y natural nostalgia el acontecimiento. Aquí se conocieron, él con pasaporte otomano y ella con documentación francesa (por lo del Mandato sobre su país, ejercido por Francia).

ONU: ineludible reforma

Con el tiempo y ya en mi incursión en estudios universitarios (que no completé) me sedujo lo de la ONU, como organización “alberdiana”. Más adelante, mi interés ce centró en lo que consideré una necesidad a cubrir: el desarme nuclear. He aquí que me interesé por la ONU. Por su estructura y funcionamiento. Fui invitado a una exposición ante jóvenes estudiantes de periodismo en la sede la delegación de la ONU en Buenos aires hace más de tres décadas. Una de las últimas predicciones de mi padre, viéndome entusiasmado con Naciones Unidas me dijo “algún día vas a llegar”. ¿Mandato?. Lo cierto en es que dos veces fui a Nueva York y visité la sede de la ONU. La segunda vez fui invitado a una sesión (15 de mayo de 2015) del Consejo de Seguridad con la presencia del entonces Secretario General Ban Ki-Moon y asistí en el lugar reservado a los periodistas al tratamiento de una convención sobre armas ligeras. La magnificencia del amplísimo salón del (CS) impresionaba. Allí mismo tuve la sensación de que la ONU, a la vista de lo que sucedía en el mundo -entonces- debía reformarse. Y hoy, con tantas guerras civiles que no lo son en esa clasificación y guerras de invasión y conquista, la imposibilidad de actuar de la ONU por sus manos atadas con el injusto dominio paternalista del CS y su veto invalidante de cinco países guerreros y “autorizados” nucleares, se impone una revolución. La de los 188 países miembros que nunca accedieron al “quinteto de la muerte” ni lo podrán hacer. En este aspecto la ONU es un fracaso programado.

Las guerras siguen y por lo general ¡las hacen o las impulsan algunos de los cinco!