Por Eduardo Posse Cuezzo

Para LA GACETA - TUCUMÁN

En el rancherío, donde se había instalado la carpintería y fábrica de carrozas, nació Sandoval. Los carruajes eran de buena madera, sin hierros ni clavos, y las requerían en todo el territorio. A venderlos en la feria de Salta acompañaba Sandoval al carretero, y así se hizo baqueano y conocedor del terreno. Hombre servicial y dispuesto, hecho a la esgrima del arma corta como nadie, poco tardó en acercarse a la política pueblerina ejerciendo de custodio de señoritos y personajes, conforme le solicitaban. En los tiempos de la muerte de Heredia ya era servidor del doctor Marco Avellaneda, y proclamaba a viva voz, a quien lo escuchara, su repudio al llamado restaurador, de quien decía conocer las peores atrocidades.

Pero fue Aráoz de La Madrid quien lo reclutó en el bando armado. Una breve conversación del jefe militar con Marco, dio cuenta de las virtudes de Sandoval como hombre leal, valiente y decidido. Así entró en la milicia, como hombre de confianza que, sin embargo, desconfiaba del militar que se decía unitario, pero había vuelto como hombre de Rosas a requisar el armamento que había acumulado el gobernador Heredia. Y que nuevamente, se unía con los conspiradores que abominaban de la divisa federal.

Hombre gaucho y simple, Sandoval se estremeció con la conducta del General que, inconsecuentemente, pasaba de uno a otro bando.  Eso es traición, pensó en su rudimentaria evaluación del honor ajeno. Pero se complacía en la presencia de su mentor, Marco Avellaneda, cuya decisión política lo conmovía, y a quien juró seguir y defender en todo trance.

Cuando fueron los tiempos de la Liga del Norte, Sandoval ascendió posiciones en el incipiente y desordenado ejército. Su confianza en la victoria de Lavalle era desmedida. En Famaillá luchó como enardecido. Pero la derrota hizo mella más en su espíritu que en el maltrecho físico con que sobrevivió a la batalla. De alguna manera, en su confusión, se culpó por su fidelidad a la causa de Avellaneda.

En la huida hacia el norte, Sandoval había decidido la traición. Se acercó a su jefe, como conocedor del terreno y la ruta de la fuga. Pero lo redujo abruptamente, y lo llevó, atado e indefenso, al campamento del enemigo. Mariano Maza, el coronel degollador como le decían, le prometió monedas y honores.

Fueron muchos los ejecutados ese día. Pero la mayor crueldad la sufrió Avellaneda. Con cuchillo sin filo, de la nuca a la garganta, le fue arrancada la cabeza. Sandoval, a pocos metros del lugar donde ocurría el asesinato, se sintió recriminado por el rostro gesticulante del degollado, y cuando el cuerpo cayó al piso, moviéndose en insólitos estertores sobre la tierra sangrienta, creyó que su jefe procuraba acercársele y arrastrarlo a la muerte.

Dicen que fue el mismo Maza quien ordenó la muerte del traidor. Otros dicen que se ahorcó en el árbol de Judas.

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Eduardo Posse Cuezzo - Abogado. Presidente de Alianza Francesa de Tucumán y de Fundación E. Cartier.