Por Silvina Cena (Especial para LA GACETA)

El de un ave carroñera, en la cabeza, por un examigo que tuvo una aventura con la que entonces era su novia. El lunfardo nacional tiene un rótulo específico para esa traición -buitre-, entonces no hubo mucho que dudar al elegir el diseño.

En la cintura, una caricatura que él mismo hizo de su primera pareja, que murió.

Una equis que va desde las sienes hasta la parte baja de las mejillas, con centro en la nariz. Una equis roja, dibujada como a rayonazos: la sangre de Cristo.

Del que dice “no confíes en nadie”, en la parte alta del cuello, no dará mayores explicaciones. “Problemas que pasé”, dirá solamente.

En una pierna, los que no tienen significado especial: un perro y un Alf que le hicieron en una juntada. Cosas que pasan cuando se reúnen tatuadores.

En el rostro -su carta de presentación, su currículum, su estatuto ideológico- todos aquellos que considera que implican un sacrificio grande. Pero de eso se habla después.

Estos son los números de Maxi Céliz: 25 años, 383 tatuajes al día de esta entrevista, 85% de su cuerpo cubierto por tinta, una meta de llegar a los 2.500 diseños (en principio fue de 3.000, pero bajó las aspiraciones al ver lo rápido que perdía espacio). Seis años cuando descubrió ese mundo de lo que se estampa y no puede quitarse; durante un viaje a Cosquín, sólo por saber qué se sentía, su mamá se hizo un tatuaje. Fue como una revelación divina: él, que amaba dibujar y lo hacía para calmarse cuando se sentía mal, supo así que el cuerpo podía ser lienzo. Que los dibujos podían albergarse para siempre sin miedo a que se perdieran o se rompieran, podían traerse de aquí para allá, podían definirlo. Decidió todo en uno: quería tatuar, quería ser tatuado.

Estas son las obsesiones de Maxi Céliz -algunas-: que un libro no se juzga por su portada; que sin dolor y sin intención no tiene sentido tatuarse; que quien quiera conocerlo tendrá que esforzarse, esto es: descifrar su piel como a un inmenso cálculo matemático. La física, la anatomía, las vírgenes. El número 3. Nikola Tesla, Albert Einstein, Stephen Hawking. Que Dios es mujer y el diablo, varón. Que la vida terrenal es un suspiro, sobre todo si se la compara con la de las estrellas. El contraste como facilitador de aprendizajes arquetípicos: sin desdicha, dice, no se conoce la felicidad.  

- Tatuarse sin dolor no vale la pena. Si no me hubiera dolido, nunca lo hubiese valorado. Y así con todo en la vida.

- ¿Pensar así no te destina a un sufrimiento detrás de otro?

- Si no sufrís, no sabes cuándo estás sintiendo felicidad.

- ¿Y así debe ser todo el tiempo?

- No, tampoco busco el sufrimiento constante, pero creo que todo lo que vale la pena es difícil. ¿Cómo sabés que estás feliz si nunca te has sentido triste?

No está claro en su relato un origen profundo de esa máxima, pero sí la manera afanosa en que la ha cultivado. Por un lado, Maxi cuenta que casi toda su vida está representada en sus tatuajes: historias -algunas tristes, otras de ausencias- que quiere recordar a lo largo del tiempo. Por el otro, no tiene reparos en admitir el dolor físico que le han causado algunas de esas intervenciones, a veces hasta el desvanecimiento. “Algunos han sido horribles de tan dolorosos: la palma de la mano, el tabique de la nariz, en la cabeza fue insoportable… cuando me hicieron el del buitre me desmayé dos veces”. Ese padecimiento -asegura- le valió para saber que no hay que ser tan confiado, incluso con los amigos.

Dedos, codos, rodillas, piernas, panza, espalda y hasta la parte interna de los labios: las únicas superficies que no cuentan algo de él son las nalgas y los pies. Hasta ahora. “Tengo pensado tatuarme todo, completo, por ese refrán que dice que no hay que juzgar a un libro por su portada. Al verme, la mayoría de las personas cree que soy un ignorante o un delincuente, pero yo tuve el mejor promedio en el instituto del que egresé. Me han llegado a decir que soy violento o que tengo problemas psicológicos”.

En ocasiones, dice, el prejuicio ha ido mucho más allá. Cierta noche, caminaba por el centro. “Era invierno y llevaba un camperón con capucha. Una señora que iba caminando delante de mí se dio vuelta y me tiró gas lacrimógeno en la cara. Gritaba que la quería asaltar. Vino la Policía, no me creyeron que no había hecho nada y me tuvieron demorado y reducido en el piso -recuerda-. También me ocurrió que no me quisieron inscribir en el Profesorado de Historia porque quien atendía consideró que, así tatuado, no iban a aceptarme para trabajar en ninguna escuela. Le contesté ‘yo sería mejor profesor que usted’”.

Eso le contestó, pero, de igual modo, desistió de inscribirse en la carrera.

A veces habla con términos infantiles: dice “mami” o “papi” para referirse a sus padres o menciona a su “hijito”, que termina siendo un perro. Pero también expone conductas y decisiones tajantes, que parecen provenir de la convicción de que hay cosas que sabe y que debe enseñar. Así como se tatuó para demostrar que no hay que llevarse por las apariencias, lo hizo también para signar su destino de forma definitiva: bajo la lógica de que en ningún empleo lo contratarían así, su único camino posible era ser tatuador.

Para ello, la cara cumplió un rol fundamental: es lo único indisimulable, no quiere ni puede tapársela. Por eso, dice, a ese espacio destinó los diseños más importantes. Los nombres de sus padres y hermanas (se quitó las cejas con láser para ganar lugar), fechas significativas, las palabras “arte” y “guerra” entre otras en idiomas distintos, un número 6 en el párpado izquierdo, que indica la graduación de sus lentes y un problema en la vista que alguna vez le preocupó bastante.

No hay orden, claridad ni aparente criterio en la distribución de los tatuajes faciales; hay que observar mucho y detenidamente para diferenciarlos. Y ese también ha sido un gesto premeditado y taxativo: “al principio quería tatuarme todo prolijo. Con el tiempo me pregunté por qué hacerlo tan simple, si complicado era mejor. Quien quiera conocerme tendrá que estudiarme”.

De aquel primer tatuaje en Cosquín, su madre ha pasado a contar varios más, algunos hechos por el propio Maxi. De afirmar que no le gustaban nada los tatuadores, su papá pasó a ser un cliente esporádico y hasta a albergar en su casa el estudio en que el joven trabaja. Cuando conoció a su actual pareja, ella tenía tres tatuajes: ahora va más de 60. Céliz dice que ha sido una reacción natural de su entorno contagiarse de su obsesión. “No es que yo las obligo, pero mientras pasan tiempo conmigo les empieza a gustar este mundo. Yo les hago uno: sólo uno. Y les advierto que volverán por más, porque cuando ves lo lindo que queda se vuelve lo más adictivo del mundo”.

- Alguien que no tiene tatuajes o que tiene pocos, ¿se está perdiendo de algo?

- No… sólo le diría que si te da curiosidad, hacelo. ¿Qué es lo peor que podés perder?