En septiembre de 1771, Valentin Haüy, un erudito del Ayuntamiento de París, se horrorizó ante la situación de un grupo de ciegos que tocaba música en la calle para ganarse una limosna. “Haré leer a los ciegos, pondré en sus manos libros impresos por ellos mismos -se prometió entonces Haüy-. Trazarán los caracteres y leerán su propia escritura. Por último los haré ejecutar conciertos armoniosos”. Era, en realidad, un presagio de lo que haría, medio siglo después, su gran sucesor, Louis Braille.
Hay al menos dos inventos de Haüy, un nombre olvidado, que marcarían el trabajo de Braille: el primero, su sistema de letras en altorrelieve, con el que algunos niños parisinos ciegos podían aprender a leer; el segundo, el Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos, al que esos chicos asistían. Era un edificio viejo en pésimas condiciones higiénicas y con escaleras tortuosas y carcomidas, o “un reto lanzado a la ceguera de esos desgraciados que solo pueden guiarse por el tacto”, según lo describió un médico en 1838.
Pese a todo, el Instituto de Jóvenes Ciegos sería el alma máter del joven Braille, que nació el 4 de enero de 1809 en Coupvray, un pequeño pueblo situado unos 40 kilómetros al este de París. Perdió la vista a los tres años, mientras jugaba en el taller de talabartería de su padre. La punta de una herramienta le lastimó el ojo derecho y luego la infección se extendió al izquierdo provocándole una ceguera irreversible. Una tragedia que, sin embargo, determinaría el rumbo de su vida.
El sistema de Barbier
Además de ciego, Braille padecía tuberculosis. Pero su frágil salud no fue un obstáculo. A los 13 años ya leía con el sistema de Haüy y escribía a lápiz. Aprendió así matemática, gramática y sobre todo música, actividad para la cual, como habría deseado Haüy, estaba especialmente dotado: tocaba el órgano, el violonchelo y el piano. Con ese bagaje arribó al momento decisivo: abril de 1821, mes en que conoció el sistema de Barbier.
Charles de Barbier era un militar y aventurero obsesionado con los lenguajes codificados. Ideó un código cifrado para el Ejército francés, la escritura nocturna, que permitía que los oficiales en campaña redactaran mensajes encriptados en la oscuridad y los descifraran con los dedos. Esta escritura empleaba el punto como elemento clave para generar el código de lectura táctil. Era su virtud principal, que luego sería tomada y desarrollada por Braille.
La escritura nocturna de Barbier había sido introducida en el Instituto de Jóvenes Ciegos durante los primeros años de Braille y no fue desplazada oficialmente hasta 1853, un año después de la muerte del inventor ciego. Y, sin embargo, ya en 1825 Braille había encontrado la fórmula que perfeccionaba ese sistema y lo hacía accesible a todos los ciegos.
Los seis puntos de Braille
El principal problema del sistema de Barbier era que no representaba el alfabeto sino grupos de sonidos de la lengua francesa. Además, contenía demasiados puntos (12), lo que dificultaba la lectura rápida. Braille, quizá más intuitivo, generó un sistema que permitía formar una imagen bajo el dedo. Son, como máximo, seis puntos, y se adaptan perfectamente a la yema del dedo para que el ciego pueda aprender la imagen en su totalidad, transmitiéndola al cerebro.
Braille publicó por primera vez los caracteres que integran su sistema en 1829, a los 20 años. Para entonces ya era maestro en el Instituto de Jóvenes Ciegos, pero al principio sus signos encontraron oposición allí, donde estuvieron prohibidos durante 15 años. Mientras tanto, muchos alumnos y algunos profesores ciegos del Instituto lo usaron de forma clandestina para redactar sus cartas, algunas de las cuales todavía se conservan. Gracias a la presión ejercida por ellos, en 1844 Braille fue por fin homenajeado y su sistema introducido. Convivió con el de Barbier algunos años. Lo desplazó definitivamente en 1879, cuando fue introducido por primera vez fuera de Francia.
El ciego que nos enseñó a leer murió de tuberculosis en 1852. Sus restos descansan en el Panteón de París, adonde fueron trasladados un siglo después de su muerte. Sus manos, sin embargo, permanecen enterradas en el cementerio de Coupvray junto a sus padres y sus hermanos. Ellas son, al fin de cuentas, el símbolo de la lectura táctil que inventó.