Qatar 2022 marcará un antes y un después en el planeta fútbol. Fue el certamen en el que los jugadores plantaron banderas. Terminaron de entender que ellos son los protagonistas del juego y que están cansados de ser simples marionetas. Ingleses, iraníes, alemanes y africanos fueron los primeros en demostrarlo, los últimos, los argentinos que dieron cátedra a la hora de eludir la grieta que divide al país.
Hay un nuevo escenario en el deporte internacional que se viene construyendo desde hace años. Colin Kaepernick fue uno de los astros de la National Football League. En 2016, al escuchar el himno de Estados Unidos, el afroamericano apoyó su rodilla derecha en el campo como señal de protesta por el creciente racismo que existía en Estados Unidos. Obviamente que fue despedido y después ninguna franquicia quiso contratarlo, por lo que debió retirarse de la competencia. Cuatro años después, en 2020, con el asesinato de George Floyd -considerado como un crimen racial cometidos por policías-, sus ex colegas hicieron lo mismo. Pero esta vez, la NFL autorizó que lo hicieran. Sabían perfectamente de las consecuencias que sufrirían si coartaban los derechos de los atletas.
Algo similar ocurrió con la NBA. Los responsables del mejor torneo de básquetbol del mundo debieron apoyar a sus jugadores que decidieron no disputar los partidos de los playoffs de agosto de 2020 por las protestas sociales . Tampoco impidieron que los astros lucieran remeras con la frase “Las vidas negras importan”. Las voces en el rugby también se están haciendo escuchar. En un duelo entre Hong Kong y Corea del Sur, no se escuchó el himno del dueño de casa, sino una canción de protesta en contra de China.
En el Mundial de Qatar muchos no estuvieron atentos a las primeras expresiones. Los iraníes no cantaron su himno por la muerte de una joven que fue detenida por llevar mal puesto el velo y usar pantalones ceñidos. Los integrantes de los seleccionados de Países Bajos, Alemania, Inglaterra, Gales, Francia, Bélgica, Suiza y Dinamarca amenazaron con utilizar el brazalete “One love” en contra del maltrato que sufren los miembros de la comunidad LGTB+ en ese país.
El presidente de la FIFA Gianni Infantino decidió perseguirlos. Los amenazó con amonestar a los capitanes que usaran ese símbolo. Pero no pudo frenar los reclamos. Los ingleses, antes de debutar, se arrodillaron en el campo. Los alemanes se taparon la boca en el momento que les tomaban la tradicional foto de formación de equipo. Los franceses fueron los únicos en protestar por las condiciones laborales de los inmigrantes que buscaban la América en ese país y terminaron encontrando paupérrimas condiciones laborales. Los argentinos estaban ajenos a esa situación. Nunca imaginaron que los integrantes de la “Scaloneta” también serían noticia por su postura.
La primera señal se encendió en plena competencia. Mauricio Macri, que se encontraba en Qatar como dirigente de la FIFA, intentó visitar al plantel en el lugar donde estaban concentrados. Los allegados al ex presidente regresaron con una clara respuesta: los futbolistas no querían que lo visitaran. Ese rotundo no generó todo tipo de especulaciones e ilusionó al oficialismo que entendió mal el mensaje. Ingenuamente pensaron que la Selección estaba de su lado.
Ni con la Cámpora ni con el “albertismo”. Lionel Messi eludió a tres funcionarios nacionales que fueron a buscarlo a Ezeiza y después, en una decisión tomada con todos los integrantes de la Selección, no quisieron ir a la Casa Rosada para saludar al pueblo. Alberto Fernández, que no presenció la final como lo hizo el presidente Emmanuel Macron, quedó como el primero en no haber recibido a los miembros de un equipo que obtuvo la Copa del Mundo. No pudo, como sus pares Jorge Rafael Videla, en 1978; Raúl Alfonsín, en 1986; y Carlos Saúl Menem (le dio cabida pese a que consiguieron el subcampeonato), en 1990. El poder de los jugadores quedó demostrado una vez más.