La asunción a la presidencia de Lula da Silva en Brasil, prevista para este 1 de enero, ha sido vista por la izquierda en América Latina (particularmente en nuestro país) como un aporte esperanzador acerca de las posibilidades electorales de un progresismo democrático y no populista. Pero el Lula de hoy no es el de ayer. Y Brasil tampoco.
Hace veinte años, cuando Lula iniciaba su primer mandato presidencial, el contexto económico en Brasil era favorable. En un contexto posdevaluatorio, de altos precios de commodities y luego de las exitosas reformas liberales de Fernando Henrique Cardoso, Lula tenía el camino despejado para concentrarse en repartir dinero en lugar de producirlo. Y pese a que ciertamente el redistribucionismo fue uno de los estandartes del primer Gobierno de Lula, él también fue lo suficientemente inteligente durante su mandato como para no dinamitar por completo los cimientos de una economía que producía el dinero que quería redistribuir.
Con el paso de los años, sin embargo, se hizo evidente que tanto Lula como su Partido de los Trabajadores eran en última instancia representantes de una izquierda no demasiado distinta a la del pasado, y no solamente por los hechos de corrupción que fueron aflorando. Como si se tratara de un espejo algo menos exagerado que la Argentina y el kirchnerismo, el déficit fiscal gestado en el Gobierno de Lula y profundizado en el de su correligionaria Dilma Rousseff puso en jaque a los Gobiernos sucesivos, que hasta el día de hoy no terminan de salir de la crisis fiscal.
La desilusión del pueblo brasileño con la izquierda una vez que los fondos que financiaban subas del gasto público se acabaron sirvió para que la derecha volviera con fuerza a la arena electoral con la figura de Jair Bolsonaro. Pero el actual presidente brasileño, cuyos funcionarios han aplicado medidas económicamente liberales, también responde a impulsos religiosos y en ciertos casos contrarios a la expansión de derechos civiles que se han visto en otras partes del mundo. La polarización resultante, tanto en términos económicos como culturales, llevó hace pocos meses a una elección prácticamente empatada y definida por pocos votos. Y el Brasil de hoy no es uno donde los perdedores se queden callados o resignados: la oposición estará acechando desde el primer momento, con toda seguridad, para destituir y detener a quien hasta hace poco tiempo estaba de hecho preso.
Además, hoy Lula representa más claramente que ayer una amenaza para ciertos sectores de la sociedad brasileña e incluso de América Latina, algo que no se veía hace 20 años cuando el contexto económico era favorable. La designación de Haddad en el ministerio de Economía, por ejemplo, ha sido recibida con fuerte escepticismo por parte del mundo financiero porque se percibe que desandará los años de esfuerzo fiscal que lleva Brasil. A nivel regional, también el apoyo explícito de Lula a dictadores como Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canel son señales de que la idea de hoy ni siquiera es necesariamente apoyar la democracia en América Latina. La potencial radicalización de la política económica de Lula en sentido expansivo y sus estrechas relaciones con todas las dictaduras de la región, entonces, son indicios de que la presidencia que se viene estará lejos de parecerse a la que comenzó en 2023.
¿Podrían estas advertencias ser en realidad un mal augurio que termine por no realizarse? Ciertamente. Después de todo, Lula ha sido históricamente visto como un extremista que a la postre se revela pragmático. Si este es el caso, quizás termine por adaptarse a las circunstancias y pase su nuevo mandato sin pena ni gloria. Pero si las señales que envía Lula y la sociedad que recibe se mantienen como están hoy, lo más probable es que los próximos años en el Brasil sean de dificultades y confrontación. La Argentina estará observando.