“Cuando me dieron el diagnóstico me dio bronca; no me faltaba nada para recibirme. Ahí abandoné. Estuve mucho tiempo llorando, en cama. No salía; era mucha oscuridad. Pero mis amigos y mi familia me fueron sacando de a poco, y todo cambió este año”, cuenta a LA GACETA Nicolás Carabajal (28). En junio del 2021 le dijeron que tenía esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad que rara vez se manifiesta en jóvenes. Empezó con problemas en el habla, y más tarde tuvo dificultades motrices; pero con tratamiento y rehabilitación, hubo cambios. “Yo no lo noto mucho, pero los que me conocen dicen que tuve una mejoría en el habla. Eso me impulsó a volver a estudiar”, explica. Con tiempo, con calma y con la incondicional ayuda de sus amigos logró su mayor anhelo: recibirse de profesor de Historia.
No fue fácil. Para sentarse a estudiar necesitó de alguien que lo ayude a pasar las páginas de los libros, porque no puede manejar bien las manos; se le cansaba mucho la vista y hasta tuvo que acudir a algunos resúmenes de colegas para ayudarse. La semana pasada, finalmente rindió su última materia. “Me lo debía a mi. No me parecía justo dejar algo que me había costado un montón. Cuando me dijeron que había aprobado, no entendía nada. Te diría que hoy mismo sigo sin dimensionar que se me haya dado”, dice emocionado. “Me abrazaban mis amigos, me ensuciaban, me sacaban fotos... y ahí empecé a caer”, recuerda.
Enojos y reflexiones
Los primeros signos de la afección (hasta hoy los médicos no pueden especificarle qué tipo de ELA tiene) se mostraron luego de recuperarse de la covid. “El desarrollo de la enfermedad se dio al mismo tiempo, entonces yo pensaba que era un poscovid. En mayo le dije a una de las profesoras -con las que tenía que rendir- que no había mejorado bien, que me costaba hablar y que necesitaba priorizar mi salud. Pero empecé a consultar con médicos y llegó el diagnóstico”, relata y adiverte (con los ojos vidriosos) que ahí empezó la peor parte. “Todo es negro, oscuro, fatalista; calculo que todos pensamos que quizá es mejor estar muertos a pasar por esto. Pero después vas viendo que vas mejorando o no, que depende de cada cuerpo y de como lo vas llenado”.
Cuando Nico abandonó los estudios, tenía -dice con precisión de matemático- un 86 % de la carrera hecha. Pero el diagnóstico significó un cambio de 180° y tuvo que amoldarse, con mucha dificultad y un poco de resistencia, a su nueva realidad. “Obviamente me enojaba cuando no podía hacer nada solo; me ponía mal... ahora no puedo salir solo, ni bañarme... Antes era un tipo muy independiente, pero bueno, me voy acostumbrando -reflexiona-; te das cuenta que todo lo mundano no es más que una pequeña molestia, ya no es una preocupación. Antes renegaba mucho del laburo y ahora no; vas viendo como todos esos problemas cotidianos ya no valen la pena”.
Realidades
Hay quienes dicen que de todo mal se aprende, y ante la pregunta, Nico es sincero. “No me enseñó nada positivo la enfermedad, al menos todavía. Sólo a vivir el hoy; sigo viendo qué puedo hacer y qué no. Yo hacía arquería... quería volver, pero no me dan los brazos. Sigo buscando (un nuevo hobbie), pero es medio complicado, porque para todo necesitás usar las manos o los brazos”, cuenta.
Con el diagnóstico, ya no se plantea metas largas. Sólo piensa en cosas que pueda realizar en la proximidad “y si me demoro mucho, mejor no”, subraya. Al mismo tiempo, asegura que no tiene proyectos a futuro. “Ese mismo día que me recibí, me desperté de la siesta y dije ¿y ahora qué?. No sé cómo seguir... Me gustaría hacer la licenciatura (en historia), pero el tema de la tesis me pone mal, porque tendría que escribir y salir a investigar, y no puedo. Tendría que conseguir una manera para no hacerla escrita”, considera.
Aunque hablamos de otras cosas, más de una vez Nico repite que no sabe bien por dónde seguir ahora que ya se recibió. Pero, en realidad, lo tiene bien claro. Su caso, seguramente, ha marcado un precedente en su facultad; si él pudo recibirse -dicen sus amigos, que lo acompañan, al pie del cañón también en esta entrevista- es gracias a la buena predisposición de las docentes que lo evaluaron y dieron las condiciones para que él pudiese rendir. Admiten que no existe ningún estatuto ni ninguna medida que ampare la situación de personas como él. “Tengo ganas de hacer cosas más inclusivas en la facultad. Estos antecedentes, como el mío, servirán quizá para presentar un estatuto en mi facultad o en la misma universidad. Yo pude, pero quizá hay muchos otros chicos con otras enfermedades que tuvieron que abandonar”, reflexiona.
Deudas
En este tiempo viviendo con ELA, Nico pudo notar que hay muchos frenos para personas con discapacidad y no sólo a nivel educativo. “Lo noto mucho cuando salgo... No hay que ir muy lejos: en el mismo centro, tenés las rampas para discapacitados, pero los autos viven estacionando ahí. Es muy molesto. Yo camino con ayuda, pero hay gente que depende 100% de las rampas”, enumera y sigue: “no me subo a un colectivo desde que me diagnosticaron. Los bares, los lugares de divertimento, no están preparados; si salimos, mis amigos piensan en un lugar dónde no haya escaleras. Y sólo puedo manejarme en Uber o en taxi, y dependo de mis amigos con auto o de mi mamá”.
Y eso no es todo. Cuando le confirmaron el ELA tuvo que realizar un recurso de amparo para que su obra social cumpla con sus responsabilidades. “Con eso tuve respuesta; me dieron la medicación y algo para el tema del transporte -comenta-; pero ellos lucran con el tiempo. A la medicación (de prueba) te la dan meses después, y para casos como el mío, el tiempo es un problema. Yo podría haber empezado a tomar las pastillas en agosto, pero comencé en septiembre... Yo no sé como hubieran sido las cosas si el tratamiento hubiera empezado antes”.