La 9 de Julio, la avenida más ancha y ahora también la más campeona del mundo, ha recuperado su cotidiana fisonomía vehicular después de los festejos del domingo por la coronación de la Selección en Qatar. Pero la espuma de la celebración ha dejado algunas secuelas en el paisaje, como ciertas roturas de cartelería y alumbrado público o esa maraña de graffitis coloridos en la base del Obelisco, reconvertida en un lienzo similar a esos paredones del Bronx neoyorkino.

De todos modos, aunque la mañana se parece bastante a la de cualquier comienzo de semana en la Ciudad de la Furia, en los márgenes del Obelisco queda un remanente de la fiesta, algo así como las cenizas prendidas de una hoguera que estuvo ardiendo hasta unas pocas horas antes. Entre unos pocos negados a volver a sus casas a dormir y otros que volvieron en busca de compañía para estirar el agite del día anterior se formó una pequeña comunidad “albiceleste” en la explanada que antecede a las enormes B y A, letras que apenas conservan algo de la flora que las vestía, pero que siguen siendo íconos del centro de la Ciudad de Buenos Aires.

Bajo la sombra de una de ellas, un grupito de hombres de diferentes edades compartía unas cervezas para combatir el calor mientras cantaban casi sin pausa y alentaban a otros a hacer lo mismo. No había una amistad preexistente que los uniera; solo habían coincidido en ese punto atraídos por la necesidad de compartir su felicidad y sus ganas de cantar por la Scaloneta. “Acá hay de todo amigo. Hasta un alemán tenemos”, promocionaba Román, tomando la delantera. Era cierto, pero solo hasta cierto punto. Porque Oliver Krüger, con ese nombre tan teutón, parece tener más de argentino que de alemán. Empezando por la camiseta de la Selección modelo 2002 (una de las cuatro camisetas “albicelestes” que tiene) con la que se había unido al ruidoso grupo. “Son amigos que hice hace un rato”, contó Oliver, de 52 años, que hasta hace unos días estaba en su casa, en Stuttgart, viendo las semifinales. “Cuando Argentina se clasificó a la final, inmediatamente reservé pasajes para venir. Quería ver la final aquí y celebrar con los argentinos”, explicó, antes de probar en un tosco pero entendible español: “pienso que Argentina ganará el Mundial, por eso quiero estar en Buenos Aires”.

Oliver no vino solo. Lo acompañó su esposa, aunque ella se quedó en el hotel por recomendación de él. “Le dije que mejor no viniera, porque podía ser un poco peligroso”, aclaró. Y aunque no lo fuera, parecía difícil encajar a una esposa europea en esa ronda de cervezas compartidas del pico, de boca en boca.

“Estuve en los festejos después del partido. A la noche volví al hotel y regresé esta mañana para seguir. Esperaba ver más gente”, comentó Oliver, extrañado de que una ciudad tan futbolera, hogar del seleccionado campeón del mundo, siguiera su curso habitual en lugar de estar completamente paralizada y en modo festivo.

Para el alemán, lo del domingo fue una especie de revancha, porque una de las cinco veces que estuvo en el país fue hace ocho años. Sí, en 2014, Oliver se vino a Argentina para ver el Mundial de Brasil. Y en la final le tocó nada menos que ver a la Mannschaft en una pulseada final por el título con la Selección. “Vi la final en la plaza San Martín. Por desgracia, perdimos”, recordó. No, no dijo “perdieron”, dijo “perdimos”. Porque Oliver asegura que su documento es alemán, pero su corazón es argentino. “¿Por qué me gusta tanto Argentina? No lo sé, simplemente lo siento. Y no es que estoy enamorado de Messi como le pasa a muchos extranjeros. Yo estoy enamorado del país. En Alemania todo es aburrido, todo es trabajo. Aquí es diferente. Me gustan los contrastes y la pasión de la gente”, resumió Oliver, dichoso de formar parte esa ronda en la que la barrera idiomática poco importa. Con los gestos y el escaso español de él basta y sobra.

Enfundado en una camiseta de Tigre que conoció tiempos mejores, y desinhibido por el alcohol y el desvelo, un sujeto que se presenta como “Ema” (Emanuel) intercedió en la conversación con Oliver para opinar que menos mal que Francia no sufrió bajas para la final por el virus del camello. “Porque sino iban a decir que le ganamos por eso. Al final mirá, jugaron todos y fue un partidazo. Tengo 33 años y esta es mi primera oportunidad de festejar un Mundial, loco. Hace dos días que no duermo”, contó, orgulloso.

Otro, cuyo nombre permanecerá desconocido, nos ofrece cerveza. Y en estos casos, el mandamiento “no despreciarás” pesa más que cualquier recomendación sanitaria en estos tiempos pospandémicos. Eso sí, después de pedirnos “pesopalabirra”, aclara que es una broma, que las cervezas las invita un chico que también se ha unido a la pequeña comunidad, pero cuya vestimenta elegante contrasta con la del resto. “Yo soy de La Plata y no pude venir a los festejos. Así que ahora que me vine al trabajo acá en el centro, tuve ganas de venir a tomarme una lata. Y cuando vi toda esta gente, me dio ganas de tomar una birrita con ellos. Asi que invité unas cuantas, total no cuesta gran cosa y es lindo compartir un momento así. Mirá esta alegría, ¿quien nos quita esto? De acá a cuatro años podemos hacer lo que queramos porque somos campeones del mundo”, resumió el platense, identificado como “El Peque”.

Acto seguido, apareció la prensa brasileña. Justo lo que el grupito necesitaba para cebarse todavía más de lo que ya estaba. “Brasiiiil, decime qué se sienteeee”, comenzaron a cantar todos, casi como si lo hubiesen ensayado.

Y como en cada lugar del mundo, siempre hay un cordobés por algún lado. En este caso, el honor le tocaba a “Maxi”, que se sumó a la ronda porque...simplemente iba pasando por ahí. “Tengo una empresa acá. Esta mañana pasé por la oficina, dejé el bolso ahí y salí a comprar zapatillas por acá, pero en el camino me crucé con esta gente y me dieron ganas de quedarme. Ya fue, las zapatillas me las compro en Córdoba”, se resignó “Maxi”, antes de un nuevo brindis con sus amigos de ocasión.