(Desde Barcelona, España).- Una imagen resume mejor que estas 1.200 palabras el punto de inflexión que supuso para Barcelona la organización de los Juegos Olímpicos de 1992. La fotografía presenta al Poblenou tal como era hace tres décadas: un lugar chato, gris y deprimido. Se trata de un contraste superlativo respecto de la zona vibrante, moderna y desarrollada con los estándares más altos de hoy. El documento forma parte de la exposición “Barcelona 1992. Treinta años después” que presenta el Castillo de Montjüic para homenajear al acontecimiento que fue un punto de inflexión para el Poblenou y la ciudad entera, incluida la propia montaña donde se sitúa la fortaleza. La muestra plasma unos Juegos insuperables desde la perspectiva de la disrupción que implicaron para la sede y sus habitantes.
La edición número 25 también es imbatible en cuanto al triunfo de la voluntad de transformación sobre el escepticismo. Tal era el estado ruinoso de la ciudad y de las arcas municipales preolímpicas que la mayoría de los barceloneses consideraba imposible la renovación pretendida por el alcalde socialista Pascual Maragall e ideada en buena medida por el arquitecto Oriol Bohigas. La capital catalana había sido golpeada con rigor durante la dictadura de Francisco Franco y hacia 1986 acumulaba una degradación sobrecogedora. Su candidatura lucía en desventaja respecto de las postulaciones de otras aspirantes como París (Francia), Amsterdam (Holanda) y Brisbane (Australia). Pero el proyecto y el compromiso de la urbe catalana se impusieron en el Comité Olímpico Internacional (COI), que de este modo cumplía el sueño a su entonces jefe, el barcelonés José Antonio Samaranch.
Sobre la influencia de Samaranch, una figura cercana al franquismo que luego quedó enredada en controversias vinculadas con actos de corrupción en el COI, dice poco y nada la exposición del Castillo de Montjüic, patrimonio que funciona en la órbita del Ayuntamiento. El énfasis está puesto en la gesta colectiva y en cómo el descreimiento inicial se convirtió en una adhesión masiva que cohesionó a los vecinos anfitriones. Ese entusiasmo contagió a los más de 100.000 voluntarios que colaboraron en la organización de unos Juegos que el Ayuntamiento consideraba un pretexto para ejecutar durante los seis años de preparación lo que no se había hecho en décadas. “Cambió la cotidianidad. Vivimos un ‘chute’ (una inyección) de orgullo”, afirma el ensayista y columnista catalán Jordi Amat en una de las entrevistas que acompañan al álbum de fotos gigantes desplegado en Montjüic.
La unidad interna aparece en la memoria reciente como la causa del ingreso victorioso de Barcelona en el escaparate internacional.
Ser y parecer guapa
Según Amat, el mérito de Maragall y de Bohigas es que encontraron la vuelta para colocar a la ciudad en el mundo sin que esta fuera un centro del arte, como Venecia o Florencia, ni una capital de país ni un polo financiero. “No estaba claro en ese momento que Barcelona era una marca con una proyección económica descomunal”, agrega el crítico.
Los Juegos desataron un plan de comunicación nunca visto en pos de aprovechar la oportunidad de levantar el perfil y la reputación: la punta de lanza fue el lema “Barcelona posa’t guapa” (“Barcelona, ponte guapa”) que invitaba a los barceloneses a arreglar sus viviendas y a sumarse al desafío de embellecer la ciudad. Ya en ese momento se miraba hacia el turismo y los servicios como actividades de producción de riqueza que podían ocupar el lugar que había dejado vacante el repliegue de la industria. Y vaya que se logró esa modificación excepcional de rumbo: después de los Juegos, Barcelona se erigió en un destino tan atractivo que empezó a incomodar y hasta a arrinconar a los lugareños, efecto que agravó el apagón de los viajes durante la pandemia.
La pasión de “Cobi”
Más allá de la construcción de las instalaciones olímpicas (la villa, el estadio principal, el puerto, los espacios de competencia para las distintas disciplinas, etcétera), hubo cambios en la estructura vial mediante la incorporación de las rondas de circunvalación que debían reducir la presión del tráfico y mejorar los accesos. También se remodeló la red cloacal y de alcantarillado para reducir las inundaciones y recuperar las costas. Además, se instalaron torres de telecomunicaciones en Montjüic y Collserola para potenciar las transmisiones de telefonía, radio y televisión, que devendrían hitos del horizonte barcelonés por su diseño innovador.
Aunque lo inmediato era cumplir con las obligaciones deportivas ante el COI, el programa de obras y de reformas supo orientar la inversión a bienes y mejoras hacia el largo plazo. Esa mirada enfocada en generar ganancias para “la comunidad del mañana” quedó sintetizada en la recuperación de la playa, valor que hoy consta entre las virtudes más célebres de Barcelona y el aspecto que, en especial durante el verano agobiante, la hace superior a su antagonista eterna, Madrid.
La muestra de Montjüic recuerda que para el escritor barcelonés Manuel Vázquez Montalbán la playa era “la única victoria realmente democrática de la ciudad”. “El litoral se convirtió en el patio de toda la ciudad”, destaca la periodista y autora local María Fava en otro diálogo incluido en la exposición. El académico Miguel de Moragas conecta la reconquista del mar con la enunciación, en el contexto de la organización de los Juegos, de valores incuestionables como el de “ciudad mediterránea”. “Los líderes de ese momento armaron un puzzle semántico políticamente correcto con piezas que transmitían una ilusión de futuro. Por eso mismo reivindicaron a los catalanes universales, como Joan Miró y Antoni Gaudí; al modernismo y al diseño”, añade. Moragas inscribe en esa tónica a la mascota entrañable y ubicua de Barcelona 1992: “‘Cobi’ es una invención apasionante. Se demostró que Barcelona estaba en condiciones de hacer otras cosas y de hacerlas con una creatividad ilimitada”.
Con sus plazas y esculturas públicas de artistas famosos, la capital catalana adopta una imagen que demanda ser fotografiada mucho antes de que el furor de las redes sociales digitales lleve esa acción al paroxismo. A esta estética tentadora se agrega la circunstancia de que los Juegos de 1992 llegaron en un momento en el que la tecnología había madurado lo suficiente para explotar al máximo la audiencia concentrada de la televisión, algo que después terminaría fragmentándose. Se calcula que el despegue de Barcelona impactó en alrededor de 3.500 millones de espectadores. “Seguramente fue algo irrepetible”, define Moragas.
Un conjunto de numerosos factores -entre ellos que Maragall gobernaba sin oposición y que, en comparación con otras demandas, el reclamo independentista asomaba con timidez- confluyeron para dar vuelta la página ominosa de la dictadura. En la base de esa alineación de estrellas están el deseo de los ciudadanos de romper con la inercia del atraso, y la movilización popular y vecinal característica de esta urbe, instancias de participación que dejan a ciertos montajes posteriores de acontecimientos internacionales como empresas efímeras aprovechadas por unos cuantos privilegiados.
La aventura olímpica barcelonesa concluyó el 9 de agosto de 1992, pero el eco de su mística no se detiene, aunque muy pocos recuerden quién ganó la mayor cantidad de medallas de oro (fue un equipo unificado de atletas de la antigua Unión Soviética) o cuán polvoriento era el viejo Poblenou. Para la memoria colectiva, 1992 sigue sonando a la canción que entonaron José Carreras y Sarah Brightman en el acto de clausura de los Juegos. Esa melodía se llama “Amigos para siempre”.