Por Jaime Nubiola - Profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra

La filosofía, cuando se hace bien, atrae a la gente. A todos nos gusta pensar y para ello nos gusta escuchar a aquellos que nos hacen pensar más. La filosofía no puede ser un mero ejercicio académico, sino que es un instrumento para la progresiva reconstrucción crítica y razonable de la vida humana. En un mundo en el que la vida diaria se encuentra a menudo alejada por completo del examen inteligente de uno mismo, una filosofía que se aparte de los genuinos problemas humanos —tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna y contemporánea— es un lujo que a estas alturas del siglo XXI no podemos permitirnos. Por ello, parafraseando a Charles Peguy (1873-1914), defiendo siempre que la filosofía debe volver a las clases de filosofía, esto es, que los problemas que se aborden en las aulas han de brotar de la vida real de los profesores y sus alumnos: este es probablemente el detonante del renovado interés por el pragmatismo norteamericano.

La filosofía debe partir de las conversaciones de la gente, de sus diferentes opiniones acerca de los problemas humanos, y no de ideas ajenas a la vida y al pensamiento de profesores y alumnos. Como escribió C. S. Peirce, “no debemos empezar hablando de ideas puras —errantes pensamientos que vagan por las aceras públicas sin asiento humano— sino que debemos empezar por los hombres [y las mujeres] y sus conversaciones” (CP 8.112, c. 1900).

Mi experiencia es que las conversaciones en el aula sin preparación son casi inútiles. Para promover la no fácil actividad de pensar, hay que lograr que los estudiantes sientan un problema filosófico concreto, traten de entender las diferentes soluciones posibles e intenten concentrar su mente en ese tema durante varias horas de escritura personal. Ese fue mi descubrimiento en el verano de 1996 en el maravilloso campus de la Universidad de Stanford cuando escribía mi libro El taller de la filosofía. Mi descubrimiento podía concentrarse en una sola frase: «escribir para pensar». Quizá por esto, me he empeñado en que mis estudiantes escribieran y he utilizado como lema de mis clases la advertencia de Wittgenstein en el prólogo de sus Investigaciones filosóficas: “No quisiera con mi escrito ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimular a alguien a tener pensamientos propios”.

En mis cursos los estudiantes tienen que escribir a lo largo del semestre cuatro o cinco ensayos breves con su opinión sobre un tema determinado a partir de un texto común. Los entregan en un día fijo y en la siguiente clase devuelvo los ensayos corregidos. Cuatro o cinco alumnos —seleccionados de antemano— leen sus textos en voz alta y son discutidos libremente por toda la clase. Puedo decir que, de vez en cuando, hay alguna tarde que se produce “el milagro”: ¡Estamos haciendo filosofía! Me siento particularmente recompensado cuando la discusión que surgió en el aula continúa entre los estudiantes en los pasillos y en la cafetería al terminar la clase. Los estudiantes se marchan de esas sesiones persuadidos de que han aprendido algo mucho más valioso que la pasiva toma de apuntes de una lección magistral.

La imagen popular de las clases de filosofía como un aburrido cementerio de teorías obsoletas puede revertirse si se centran en problemas y en las respuestas que se han dado a esas cuestiones a lo largo de la historia. Un conocimiento profundo de la historia de un problema y de las respuestas logradas hasta el momento es el sello distintivo de la filosofía cuando se hace bien.

Por supuesto, hace falta un equilibrio inteligente entre la tradición y las acuciantes cuestiones actuales, entre el estudio erudito y la creatividad innovadora. Las viejas preguntas pueden iluminarse como si fueran del todo nuevas si se colocan en contraste con los avances de la ciencia o con problemas recientes de la sociedad. Cada vez que esto se logra, la filosofía vuelve a comenzar con toda su frescura y atractivo.

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