Por Doha corre una esperanza y no es sólo celeste blanca. De los hinchas, de la prensa, de los qataríes que intentan decodificar qué es esto del fútbol, se escucha una opinión, más bien un ruego casi unánime: que sea el Mundial de Messi. Ya lo es desde la fiesta. No hay figura que opaque a Messi, ni en este rincón del planeta ni a lo largo de los cinco continentes. Todos quieren ver a Messi porque lo aman, porque lo admiran desde la humildad que proyecta, porque es un ídolo simple y terrenal, porque reconocen que el mejor merece el mejor de los premios. Por eso, a Qatar 2022 le encantaría la foto con la Copa en manos de Messi. ¿Y a los argentinos? Esa es nuestra historia.
Los laureles albicelestes nunca dejarán de ser ilustres, pero cada vez están más lejos. En otras palabras: cada día son más los argentinos que saben del 78 y del 86 gracias a la tradición oral futbolera y a YouTube. La tercera estrella se puso esquiva, por más que fueron varias las oportunidades para conquistarla. Pero algo sucedió en el camino, siempre alguna piedra provocó el tropezón:
1990: el penal cobrado por el mexicano Codesal cuando la final con los alemanes rumbeaba hacia los penales.
1994: la banda del “Coco” Basile parecía imparable cuando, de pronto, a Maradona le cortaron las piernas.
1998: cabezazo de Orteguita al arquero Van der Sar, Argentina con 10 y faltando nada para el alargue un golazo extraplanetario del holandés Bergkamp.
2002: la Selección de Bielsa llegando a Japón con la chapa de candidata más alta que nunca y quedando afuera en primera rueda.
2006: cuartos de final, contra el local en Berlín. El partido se gana 1 a 0 y está controlado, pero se lesiona Abbondanzieri y empatan los alemanes. Después, los penales que ataja Lehmann.
2010: ¡Diego y Messi juntos!, pero algo no funciona en el equipo y los alemanes lo aprovechan para propinarnos un 4 a 0 lapidario.
2014: qué cerca, por Dios, qué cerca. Se lo pierde Higuaín, se lo pierde Messi, se lo pierde Palacios, y el que no lo pierde es el alemán Götze. Chau final.
2018: Sampaoli hace un desastre, queda distanciado del plantel en pleno Mundial y como resultado del caos Mbappé y Francia arman un carnaval en Rusia.
Fueron ocho Mundiales en los que pasó de todo y con un denominador común: la negación de ese tercer título que Argentina tanto anhela. A 38 años de aquella vuelta olímpica en el estadio Azteca, los datos subrayan la certeza de que la Selección se quedó corta en el palmarés. Sí, Argentina debió haber ganado otra Copa. Tuvo los jugadores, sobre todo. Pero un Mundial es tan particular, vive tan sujeto a pequeños detalles que todo lo cambian, que nada puede darse por seguro. Los candidatos suelen tropezar; los más golpeados resurgen por arte de magia; aparecen Davides tumbando a Goliats. Un poco de todo eso padeció Argentina en este tiempo, incluyendo -por supuesto- la generosa colección de errores no forzados que derivaron en anticipados regresos a casa.
Lo que nos distingue, con mucho de resiliencia y también de apego por el sufrimiento como camino al éxito, es la creencia de que el premio aguarda al final del arco iris. Argentina llega a cada Mundial sabedora de que tiene con qué dar pelea, a veces con un exceso de suficiencia, otras dominado por la incertidumbre. Pero el respeto ajeno no se modifica. En este Qatar que día a día vamos conociendo y comprendiendo, las cartas parecen poderosas. Es uno de esos Mundiales en los que Argentina cotiza alto. Y además, toda una novedad, con las simpatías de su lado. Hasta los brasileños, que son multicampeones de fútbol y de relaciones públicas, marchan -por ahora- en un segundo plano.
Solemos esperar los Mundiales como un bálsamo para nuestras penurias económicas. Y no hubo Gobierno, durante estos 38 años, que no haya intentado usufructuarlo. Aquí es imprescindible separar los tantos. Ganar un Mundial propone una celebración popular casi inigualable, transmite una alegría colectiva contagiosa que nadie olvida. El fútbol, en nuestro país, es capaz de ese milagro. El filósofo Byun Hul Chan habla de la pérdida de esa capacidad de disfrutar una fiesta como uno de los males de la sociedad moderna. De gente sumergida en su individualidad y, por lo tanto, incapaz de conectarse con los demás. Un Mundial rompe ese paradigma y para la Argentina hasta implicaría un cambio en el permanente malhumor del pueblo. Pero lo que nunca conseguirá un Mundial es solucionar los problemas de un país. Pensar que un triunfo de esta naturaleza disimularía todo lo que pasa sería subestimar a la ciudadanía.
Pero volvamos al fútbol y a las credenciales que la Selección exhibe tras sacarse la mochila de frustraciones que implicó ganar la Copa América. Casi sin pensarlo dos veces, con un entrenador debutante e improvisado al momento de su nombramiento, la AFA acertó un pleno. Scaloni terminó siendo la pieza que faltaba para conseguir un doble objetivo: armar un equipo competitivo y brindarle a Messi todo lo que necesitaba para mantenerlo feliz. La Selección aprendió a jugar bien y logró dos victorias resonantes (contra Brasil e Italia) que le brindaron ese salto de calidad que tanto necesitaba.
Entonces, ¿será esta la vencida, esa tercera Copa que el país futbolero persigue desde hace casi tres décadas? Propios y extraños quieren que la gane Messi. Pero para los argentinos hay un plus en el deseo y se adentra en nuestra historia. Sacudirse los malos recuerdos y convertirlos en anécdota por obra y gracia de un nuevo título mundial parece, una vez más, posible, palpable, cercano. No deja de ser un rito al que estamos acostumbrados y que sirve para unirnos. Nos gusta el Mundial, lo esperamos, lo disfrutamos y, por lo general, terminamos sufriéndolo. Pero siempre, siempre, nos impulsará la ilusión de ganarlo.