En términos generales, se entiende por “folclore” el conjunto de prácticas, tradiciones y creencias populares que pertenecen a un grupo humano. Aplicado al ámbito deportivo -y más específicamente, al futbolístico- se suele utilizar el concepto para englobar ciertas costumbres, como la de burlarse del rival cuando se le gana. La popular “gastada” que a todos nos toca sufrir alguna vez y que en sí no tiene nada de malo, siempre y cuando sea dentro de ciertos límites.

El problema es que ya desde hace mucho que esos límites están muy difusos, y para muchos resulta difícil discernir a partir de cuándo termina el folclore y comienza la violencia, o al menos la incitación a ella. Y así, de la chanza se pasa al insulto, a la discriminación, a la amenaza y en algunos casos a la agresión física.

Un ejemplo es lo que ocurrió en las semifinales del torneo de rugby de Buenos Aires, donde luego del triunfo del San Isidro Club sobre Newman, jugadores e hinchas del primero (uno de los clubes más tradicionales y reconocidos del país) se burlaron de los derrotados con cánticos repudiables que violentaban el principio de confraternidad entre rivales que enarbola el rugby y que se materializa en la institución del tercer tiempo.

En el fútbol, escenas como esta ya son parte del paisaje y no escandalizan a nadie. En deportes como el rugby siguen resultando chocantes, más allá de la gran cantidad de episodios de violencia en que se han visto envueltas personas que lo practican en los últimos tiempos. Históricamente, el rugby siempre se enorgulleció de ser, al decir de una vieja definición inglesa, un “deporte de villanos jugado por caballeros”. Poco de caballerosidad se advierte en gestos como este, que lamentablemente son cada vez más comunes y alcanzan incluso a clubes que por tradición suelen ser los más conservadores de esos valores originarios.

En Tucumán, como en todas partes, la expansión del rugby ha traído aparejado el contagio de ciertas malas mañas del fútbol, el más popular de los deportes. Así, dos disciplinas que tuvieron un tronco común hasta que se separaron a mediados del siglo XIX, vuelven a mezclarse en este fenómeno de “futbolización” del rugby (entendido en un sentido peyorativo), que tampoco es nuevo.

Ya desde hace muchos años se observan comportamientos que van a contramano de lo que proponen los mandamientos rugbísticos que se enseñan desde las divisiones infantiles (por caso, insultar al árbitro o tratar de desconcentrar al pateador rival con silbidos), y que no siempre son debidamente sancionados. Por el contrario, en muchos casos son apañados o cuando menos justificados con la falacia de que en otros clubes pasa lo mismo o de que no es para tanto.

Lo más preocupante de todo es que esa violencia expresada a través de cánticos denigrantes también involucra a jóvenes que todavía están en etapa formativa. En instancias finales, donde se incrementa exponencialmente la cantidad de público que asiste a los partidos, ya no es extraño escuchar letras que, en lugar de apoyar a un equipo, hacen blanco en los rivales. Y en lugar de reprocharlo, se lo relativiza bajo el pretexto de que “son chicos”. Precisamente, porque son chicos aún se está a tiempo de educarlos. Después es mucho más difícil.

Se sabe que el rugby es mucho más que lo que pasa adentro de la cancha. Si bien el deporte está lleno de muestras de solidaridad, confraternidad y demás valores de convivencia, también existen conductas que deben ser corregidas. Está en manos de los clubes tomar medidas para evitar que se naturalicen.