“Lo que se ve allá abajo es la cola del avión”, dice Eduardo Strauch Urioste desde el lomo de su caballo, poco antes de llegar al glaciar donde él y otros 15 sobrevivientes esperaron durante 72 días que ocurriera un milagro. La cola -nos aclara- no se ve siempre con facilidad; depende de las condiciones del clima y de la cantidad de nieve que haya caído ese año en el valle.

El viaje había empezado dos días antes, cuando nuestro grupo -conformado por dos argentinos, dos norteamericanas y una canadiense- se encontró en Mendoza y, a bordo de una combi cargada con equipos y provisiones, puso rumbo sur, hacia la ciudad de San Rafael. Allí, luego de pasar la noche en un hotel y tomar la última ducha de los próximos cuatro días, subimos a dos 4x4 que nos llevaron hasta la base del volcán Sosneado.

Además de Eduardo, nos acompaña el montañista mexicano Ricardo Peña, el mismo que en febrero de 2005 encontró bajo la nieve el saco azul que Strauch llevaba en el vuelo, junto con sus anteojos Ray Ban, su billetera y su pasaporte. Desde entonces son grandes amigos. También forman parte del equipo dos baqueanos, conocedores de la zona y expertos lectores de un clima de montaña tan inestable como traicionero.

En el Sosneado cambiamos la tecnología mecanizada por tracción a sangre y empezamos un lento ascenso a caballo hasta el campamento base. Al día siguiente salimos bien temprano y, después de cuatro horas de cabalgata, llegamos a la cruz de fierro, un improvisado memorial que homenajea y protege los restos de aquellos que no sobrevivieron. Un poco más allá está el glaciar, donde se detuvo el fuselaje del Fairchild 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya después de chocar contra un pico afilado y deslizarse por la ladera de la montaña.

Impacta estar finalmente allí, donde toda esta historia sucedió y de la que tanto habíamos leído e investigado. Impacta ver de cerca la muralla monumental de roca, hielo y nieve que separa Argentina de Chile. Es la misma muralla que habían escalado Nando Parrado y Roberto Canessa en un intento desesperado por salvarse y salvar a sus amigos.

Después de recorrer el glaciar con mucho cuidado -las grietas ocultas bajo la nieve pueden ser trampas mortales- y de encontrar distintas partes del avión (ventanas, asientos, cinturones de seguridad), volvemos a las carpas instaladas montaña arriba, en una zona segura para acampar.

RESTO. La rueda en el lugar donde se detuvo el fuselaje del Fairchild 571 después de chocar y deslizarse por la ladera credito

Cada año, dependiendo de las condiciones climáticas, un grupo reducido de expedicionarios tiene la posibilidad de pasar la noche en lo alto del valle. A 3.700 metros de altura y ya sin la asistencia de los caballos -deben volver al campamento base para no morir congelados- repasamos nuestro inventario: camiseta y medias térmicas, guantes, botas de montaña, bolsa de dormir para -20ºC. Es una noche incómoda y helada, pero la imponencia de la montaña y un cielo estrellado único hacen que todo valga la pena.

La mañana siguiente nos despierta en apuros. Las cantimploras están casi vacías y un sol apenas tibio no logra derretir la nieve, así que esperamos con paciencia y con sed mientras un cóndor -el único signo de vida animal o vegetal en esas altitudes- planea a lo lejos. Cerca del mediodía, hacia el este vemos avanzar unas figuras diminutas y adivinamos que son los baqueanos a caballo que vienen a buscarnos. Es el final de la travesía.

Desde 2006, Eduardo vuelve cada verano al Valle de las Lágrimas -un nombre triste pero apropiado- para acompañar grupos como el nuestro, de gente que creció escuchando esta historia con una mezcla de asombro, curiosidad y admiración. Suele decir que un cordón umbilical lo une con los Andes y que, ante lo fatuo de la vida cotidiana, la montaña funciona como un antídoto.

(c) LA GACETA

Santiago Aróstegui - Periodista