La imagen del avión Fairchild despanzurrado en medio de la nieve del glaciar del Valle de las Lágrimas rodeado de una decena de espectros anhelantes, que aparentaban despojos humanos, no me abandonó nunca. Tenía 11 años cuando la vi por primera vez en la portada de LA GACETA. El caso me conmocionó de tal manera que mi circuito neuronal la repite de manera mecánica cada vez que el tema me convoca. Nunca tuve la menor duda de que el accidente de los jóvenes rugbistas uruguayos, debido a sus inusuales e inverosímiles características, no tenía parangón en los registros modernos. Del mismo modo lo interpretó la opinión pública mundial y lo convirtió en un ícono de la fragilidad, la desolación y la supervivencia humanas.

Curso intensivo

Siempre lo entendí así. Si el episodio ocurrido hace 50 años en la cordillera de los Andes pudo quedar en la historia, como tragedia y epopeya al mismo tiempo, tiene en la decisión y el arrojo de Nando Parrado y Roberto Canessa su causa preponderante. No es una simplificación antojadiza. En los primeros días, los infortunios y las posibilidades de sobrevivir de los pasajeros se debieron más al azar que al mérito individual. Salvarse o no salvarse, en el momento del impacto, fue una cuestión cuyo designio estaba fuera del alcance de los protagonistas. Si hubo un curso intensivo de filosofía, en un aula a cielo abierto a 3.500 metros sobre el nivel del mar, esta fue la primera lección.

Tengo para mí que existen dos caminatas que marcaron un hito en la historia del siglo XX. La que emprendieron Parrado y Canessa en la cordillera, es una; la otra, la llevó a cabo Neil Armstrong, la mágica noche del 20 de julio de 1969, en la Luna.

Me abocaré a la que nos convoca. El 12 de diciembre de 1972, Parrado y Canessa toman la decisión de salir del infierno blanco, partir hacia el oeste, errar por la montaña en busca de la salvación... o la muerte. Son dos de los 16 sobrevivientes de los 45 viajeros que el 13 de octubre se estrellaron en la montaña. Luego de 60 días, saben que si no lo intentan, en pocos días morirán de todos modos. Sus 14 compañeros flaquean, algunos agonizan. Entonces, Odiseo I (Nando) y Odiseo II (Roberto), no lo dudan, parten de “su” Troya en busca de “su” Ítaca, donde los aguardan sus propias Penélopes: Veronique y Laura. Odiseo, por duplicado, emprende el viaje en dos cuerpos distintos. A pesar de eso, el espíritu de Odiseo no deja de ser uno. ¿Cómo impedirles a ambos el honor de llamarles Odiseo por la tarea penosa y descomunal que les espera? Si Homero viviera no reprobaría esta licencia comparativa; más aún, creo que hasta me haría un guiño complaciente.

Atrás quedaron los amigos muertos; el debilitamiento gradual y constante por inanición; la necesidad extrema de recurrir a la antropofagia, como última instancia, el lunes 23 de octubre; la conciencia del desamparo total, un día después, luego de conocer que se suspendían las tareas de rescate; la noche del 29 de octubre cuando un alud los sepultó en el fuselaje y otra vez el azar fue el que eligió quienes eran los ocho que morirían.

Ahora quedaba remontar el paredón blanco del monte Seler, sortear el abismo caminando por cornisas imposibles, animarse a evadir de Escila y Caribdis atravesando estrechos criminales, y a resistir el canto de sirena de la muerte atados al palo mayor de la convicción y de la voluntad. Fueron diez días y nueve noches. Con las fuerzas exhaustas y el cuerpo desfalleciente la expedición llegó a su fin.

En el amanecer del 21 de diciembre, luego de 72 días de calvario, de una de las márgenes del río Azufre partió una piedra envuelta en un papel con rumbo a la otra orilla. A tomar contacto con la civilización, que ya, por entonces, los empezaba a ignorar. En ese papel con letra urgente y temblorosa Nando había escrito:

“Vengo de un avión que cayó en las montañas...”

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Jorge Daniel Brahim - Editor