Es frecuente que en las familias se oculte, en la medida de lo posible, el suicidio del padre, de la madre, del hermano, del hijo, del pariente. Por supuesto, nunca se habla públicamente de ello: como si fuera un doloroso estigma que contamina a todos. Me parece muy comprensible esta ocultación, porque se trata de una conducta que, en última instancia, nos resulta del todo incomprensible. Evitamos lo que no comprendemos silenciándolo, no hablando sobre ello, hasta convertirlo quizás en un tabú.
Suicidio, suicidio asistido, suicidio anunciado: conductas enigmáticas que debemos tratar de entender para poder conjurarlas. La medicina convencional no es capaz por ahora de disminuir el número creciente de suicidios que en muchos países es más del doble que los fallecidos en accidentes de tráfico. Cada día se suicidan 9 personas en la Argentina. Para mí lo peor es el fracaso casi sistemático de la terapia psiquiátrica. Al parecer, alrededor de un 80% de los que cometen suicidio están en tratamiento médico por depresión y son muchos los que sospechan que, al menos en algunos de estos casos, lo que consigue la medicación es activar al paciente deprimido lo suficiente para poder llevar a cabo el plan de suicidarse.
Leí en un libro sobre esta materia que en la Inglaterra del siglo XVI se negaba el enterramiento a los suicidas y sus cuerpos quedaban expuestos atados a palos bien altos para que fueran devorados por las aves de rapiña y sirvieran así de público anuncio disuasorio para quienes estuvieran considerando la posibilidad de acabar con su vida. Además las posesiones de quienes morían así no podían ser transmitidas a los herederos legales, sino que eran confiscadas por el Estado. Con esos recursos se intentaba hacer socialmente indeseable el suicidio. Hoy en día no debemos emplear medios así, pero hay que hacer algo, siguiendo quizá las pautas de los países que se han adelantado en esto.
Además, me parece que la tendencia a ocultar piadosamente los suicidios —tal vez para evitar que se contagie a otros— es poco pedagógica. Pienso que hay que aprender a hablar del suicidio para entender sus causas y poder ayudar mejor a quienes tienen pensamientos de autodestrucción y a quienes conviven con ellos para que puedan cuidarlos mejor. Se trata de personas que no pueden soportar más sufrimiento: les resulta absolutamente inaguantable y el suicidio se les presenta como la única vía de liberación.
Por ello, se ha de mejorar la atención médica con un estudio más a fondo de las conductas suicidas. No siempre es posible saber lo que ha pasado. En muchos casos no hay duda de que la persona tenía una enfermedad psiquiátrica grave que ha alterado su juicio, que el paciente era una persona enferma no responsable de sus acciones. En el otro extremo están los raros casos de personas que de modo totalmente racional y libre deciden que la muerte es mejor que vivir en algunas circunstancias particularmente onerosas. No se ha de juzgar a la persona suicida y hay que tener gran cariño y respeto a la familia, que casi nunca entiende lo que ha pasado.
No estamos preparados para afrontar el suicidio. Me parece que hay que trabajar seriamente para un cambio de la percepción social en esta materia. La vida no es un derecho, sino una tarea, un deber: para mí el suicidio es siempre una debilidad, una cobardía, una renuncia al cariño de los demás. Debemos aprender a hablar del suicidio en todos los niveles, en la familia, en la escuela, en los planes de salud: solo así lo comprenderemos mejor. Nos va en ello la vida de algunas personas a las que queremos.
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Jaime Nubiola - Profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra, España (jnubiola@unav.es).