I- La liturgia de este domingo trae a consideración, una vez más, la misericordia inagotable del Señor: ¡un Dios que perdona y que manifiesta su infinita alegría por cada pecador que se convierte! Todos conocemos cómo Dios no se ha cansado jamás de perdonarnos, de facilitarnos de continuo el camino del perdón. En el Evangelio, San Lucas recoge estas parábolas de la compasión divina ante el estado en que queda el pecador, y el gozo del Señor al recuperar a quien parecía definitivamente perdido. Un padre, movido por la impaciencia del amor, sale todos los días a esperar a su hijo descarriado, y aguza la vista para ver si cualquier figura que se vislumbra a lo lejos es su hijo pequeño. Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. ¿Cómo nos vamos a retraer de la Confesión ante tanto gozo divino? La actitud misericordiosa de Dios será, aún cuando estuviéramos lejos, el más poderoso motivo para el arrepentimiento.
II- El pecado, tan detalladamente descrito en la parábola del hijo pródigo, “consiste en la rebelión frente a Dios, o al menos en el olvido o indiferencia ante Él y su amor” (Juan Pablo II, Homilía), en el deseo necio de vivir fuera del amparo de Dios, de emigrar a un país lejano, fuera de la casa paterna. El hijo pródigo, junto a “una amarga experiencia de empobrecimiento y de desesperación, se vio obligado -él, que había nacido en libertad- a servir a uno de los habitantes de aquella región” (Ibidem). Cuando el hijo decide volver a casa de su padre, éste, hondamente conmovido al ver las condiciones en que vuelve, corre a su encuentro, y se le echó al cuello -dice Jesús en la parábola- y lo cubrió de besos. ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres? El padre de la parábola no pone condiciones al hijo, piensa en restituir cuanto antes al que llega su dignidad de hijo. En la Confesión, a través del sacerdote, el Señor nos devuelve todo lo que culpablemente perdimos: la gracia y la dignidad de hijos de Dios.
III- El padre prepara una gran fiesta para recibir al hijo pródigo, pero el hijo mayor se enfada; es la nota discordante y reprocha a su padre: tantos años que te sirvo, y nunca me has dado ni un cabrito... Ha servido porque no había más remedio, y con el tiempo se le ha empequeñecido el corazón. Es la figura de todo aquel que olvida que estar con Dios -en lo grande y en lo pequeño- es un honor inmerecido. Hay siempre motivos de fiesta, de acción de gracias, de alegría, junto a Dios. Y especialmente cuando tenemos el corazón grande, comprensivo, con un hermano nuestro.
Textos basados en ideas de “Hablar con Dios”, de F. Fernández Carvajal.