Ya nadie recuerda cómo fue el día de 1963 en que Quino apareció por la redacción del semanario Primera Plana de Buenos Aires con las carpetas de “Mafalda” en la mano. Las pocas imágenes sueltas que suelen asomarse a la memoria de la gente nunca se reconcilian con la llegada del personaje tímido, casi de otro mundo, que era entonces Quino y que nunca dejó de ser. Su voz provinciana fluía tan tenue, tan difícil de oír, que la expresiva niña de siete u ocho años recién salida de su imaginación y de sus manos parecía su antípoda: alguien que lo miraba desde el otro lado del espejo…

Si fuera por Quino, Mafalda yacería en el purgatorio de los proyectos. La versión inicial del personaje fue –como él tantas veces ha contado– una historieta que servía de publicidad encubierta a las máquinas para hogar Mansfield. Pero aquellos bocetos nunca vieron la luz. Mafalda tuvo la fortuna de que mi amigo Julián Delgado, que dirigía la sección económica de Primera Plana, viera los borradores de Mansfield en una agencia y le encomendara “algo parecido para la revista”.

La genuina modestia de Quino, su inseguridad y el aire de perpetuo asombro con que se pasea por el mundo contrastan con la imagen de arrogancia que el argentino medio –o, mejor dicho, el pequeño burgués recién enriquecido de la pampa húmeda– ha sembrado en el extranjero. Siempre me ha sorprendido que los personajes de “Mafalda”, tan nítidamente argentinos, expresen sin embargo una visión de la realidad que nada tiene que ver con el aislamiento, la fiebre crematística y el humor autosuficiente que se atribuyen al habitante de Buenos Aires. Tal vez porque son, como Quino, argentinos “de otra parte”. ¿Provincianos tal vez, nacidos y educados en Mendoza, en hogares siempre llenos de luto, perfumados por la muerte, y con una fascinación perpetua por la naturaleza? Eso explicaría que, aún viviendo en hoscos departamentos, a la vera de un paisaje de ladrillos y asfalto, la tribu de Mafalda siga interrogándose por el punto cardinal donde nace el sol y por la mudanza de las estaciones. Todos ellos parecen estar siempre de ida hacia las cosas. Y por eso mismo, posan sobre las cosas una mirada cándida de respeto y tanteo.

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Son personajes argentinos por sus cualidades visibles: escépticos, quejosos, disconformes. Pero tienen una manera de ver que trasciende esos límites. Tal vez el mejor modo de entender tal paradoja sea la tira en la que Miguelito pregunta: “¿Antes de nosotros existía realmente el mundo? ¿Y para qué?”. Un porteño clásico podría formular esa arrogante interrogación. Pero tal vez ningún porteño la pondría sobre el papel y la convertiría en caricatura. Está demasiado lleno de su propia importancia como para reírse de sí mismo.

Más de una vez he conversado con Quino sobre el aciago destino de un país que tuvo, seis décadas atrás, más teléfonos que Francia y más automóviles que Japón, y de cuya prosperidad nadie dudaba. Una de las mayores tragedias que dejó tras de sí esa grandeza interrumpida es que los argentinos no consiguen olvidarla. La memoria de esa grandeza los atormenta, los ciega. Hasta quienes se rebelan contra toda forma de nostalgia piensan que volverá, tarde o temprano. Si alguna vez fuimos “eso” –dicen-, ¿por qué no podemos ser “eso” otra vez?

Quino suele asociar esa melancolía con el miedo a la muerte. Soñamos con lo que fuimos porque ya no nos atrevemos a ser lo que quisiéramos ser.

© LA GACETA

* Artículo publicado originalmente en este suplemento el 18 de julio de 1993.