Mientras la ciencia y la filosofía comprenden la realidad desde su concepto, esto es, otorgándole el crédito necesario para elevarse al orden abstracto de las definiciones (que las cosas, de hecho, nunca alcanzan), y mientras la poesía va más lejos aun, para expresar el anhelo de universo que late en el alma de los objetos, el humor en cambio delata lo humilde de su condición, lo ridículo de una solicitud de crédito presentada por lo que es tan poca cosa.

Así, la antropología o la sociología, definiendo el matrimonio, dirán algo como: “Institución que regula la actividad sexual de los individuos, estabilizándola en vista de la reproducción de la especie y de la socialización de la progenie”; “Nupcias perennes de los cuerpos y las almas”, dirá la poesía; “Helado sepulcro de la pasión”, comentará el humor.

Este, en suma, pertenece al género de las actitudes que contemplan los hechos desde cierta distancia; su gesto fundamental es “teórico”, pero en vez de observar hacia arriba observa hacia abajo, donde aparece la diferencia entre lo que las cosas son y lo que afectan ser; donde las cosas, en fin, muestran su hilacha. La súbita percepción de la hilacha de las cosas es lo que dispara la carcajada, o la risa, o la sonrisa, según la calidad de la mirada humorística.

Porque es claro que las formas del humor configuran una escala, en cuyos peldaños interiores hallamos la mera burla, la complicidad de bufón, mientras que en los grados superiores nos las habemos con la ironía que capta verdades sutiles y profundas, y que no carece de un matiz de compasión, o de simpatía para con aquello que le mueve a sonreír.

Si lo que llevamos dicho es verdad, se comprenderá fácilmente por qué el humor ha sido siempre uno de los medios más eficaces para poner en tela de juicio cualquier orden social o político. Puesto que su mirada es intrínsecamente crítica, bastará con que se dirija a un sistema de costumbres, o de valores, o de poderes, para que reduzca al absurdo la justificación que de sí mismos dan tales regímenes. La más disolvente crítica de las ideologías es, por eso, la que recurre al sentido del humor. Recíprocamente, donde este termina, “comienza el campo de concentración”, según aseveraba Ionesco.

¿Por qué, sin embargo -salvo caso de despotismo absoluto o de estupidez extrema- el humor es tolerado, y aun requerido? Pues porque, a diferencia de otras actitudes críticas, como la del grave filósofo que nos endilga sermones sobre los males del mundo, hay en el humor un aire de levedad -de gracia, precisamente- que suscita inmediatos efectos terapéuticos. Los trabajos que forzosamente sobrellevamos por causa de los conflictos inherentes a los vínculos que nos ligan con nosotros mismos y con los demás, hallan alivio en el gesto o en el dicho que declara esas contradicciones, y al declararlas, nos las pone fuera, como si nos purgara de ellas. Y, puestas a distancia, no nos pesan ya con la fuerza del drama ni nos hieren con el filo de la tragedia. Lenitivo y analgésico del espíritu, el humor es un artículo de primera necesidad. Sus propiedades higiénicas pueden verificarse sencillamente en ocasión de la política y de los velorios, circunstancias que -de no mediar la faena de los humoristas- sólo serían fuente de tribulaciones.

Nuestro país ha sido pródigo en la generación de excelentes profesionales del humor, tal vez en virtud del cuasi teorema según el que la calidad de los humoristas de una nación varía en razón inversa de la de sus gobernantes. (Un caso límite es el que se presenta cuando los gobernantes resultan ser los peores posibles; en ese caso los extremos se tocan, los gobernantes se constituyen ipso facto en los mejores humoristas, y no hay muestras de humor más meritorias que la sola repetición de sus dichos). Releemos estas líneas y advertimos que, aunque lo que ellas afirman podría ser ejemplificado con lo hecho por cualquiera de nuestros artistas del humor, he aquí que han sido concebidas con especial referencia a la obra de Quino.

Y es que esa obra, por su extensión y por su hondura, encarna en grado de perfección el concepto del humor que tratamos de exponer.

No hay aspecto de la condición humana que haya escapado de la mirada de Quino: los pequeños incidentes que componen la vida cotidiana, las relaciones familiares, los usos y costumbres que emanan de la estructura de clases de la sociedad, los objetos y los decorados que constituyen su paisaje, los vínculos de la humanidad con la naturaleza son todos asuntos que han dado materia a su talento.

Este, por su parte, ha consistido en proyectar esos asuntos contra el telón de fondo de una interrogación por el sentido último de los actos; de ahí las frecuentes incursiones teológicas de su pluma, que no hubieran desagradado a Leibniz pero tampoco a Voltaire. Porque es claro que Quino, humor mediante, es un pensador, y acaso de los más perspicaces que ha dado nuestra República.

El efecto de sus dibujos resulta de que estos descubren, en los lugares más inocentes, o en los más respetables, una fisura de lo humano que separa lo poco que somos de lo mucho que valemos. Y la descubren no como quien pone el dedo en la llaga, sino como quien se compadece de los que la sufren; por eso su efecto no se manifiesta a mandíbula batiente, sino más bien en una sonrisa comprensiva.

La misma que solicitamos para nosotros, especialmente por parte de los humoristas de profesión, en caso de que el precario razonamiento que acabamos de presentar resulte un disparate.

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