Por más de una razón, Qatar es una potencia económica díscola en el Golfo Pérsico. Este estatus rebelde bien conocido en Oriente Medio adquirirá proyección global con el Mundial de fútbol de la FIFA. El acontecimiento ofrecerá al país del monarca Tamin bin Hamad Al Thani la oportunidad de profundizar su política de diferenciación de los otros grandes jugadores de su vecindario con los que mantiene vínculos accidentados y tensos. Numerosas razones históricas y desconfianzas abonan el desencuentro, pero una en particular funciona como catalizador de los reproches que recibe el régimen de Al Thani: la cercanía con Irán, de alguna manera socio de Qatar en las formidables reservas submarinas de hidrocarburos.
Los lazos diplomáticos se cortaron en 2017, cuando Arabia Saudita (por su tamaño y ascendencia religiosa, especie de primus inter pares en los territorios islámicos), Emiratos Árabes Unidos (EAU), Bahréin y Egipto sacaron a sus embajadores de Doha alegando que el emir Al Thani financiaba a grupos insurgentes que buscaban desestabilizar el statu quo en la región. La acusación de Estado proterrorista fue incluso apoyada inicialmente por los Estados Unidos, pero, después, el ex presidente Donald Trump volvió sobre sus pasos. Del lado del emir catarí, el bloqueo fue considerado un desafío directo a su legitimidad y poder.
La historia de la dinastía árabe que consiguió llevar un Mundial por primera vez a Oriente Medio genera incomodidad en la península. No sólo por la proximidad con el régimen iraní, sino también por el golpe de Estado que el papá de Tamin, Hamad, ejecutó contra su propio progenitor, Khalifa. Aquella traición puso en alerta a las demás familias reales de la zona, que temían la reproducción del ejemplo. Las reservas respecto de Qatar se intensificaron en 2013 cuando Hamad Al Thani abdicó al trono en favor de su hijo Tamin. En ese momento, el Golfo seguía muy sensibilizado por los brotes contrarios al establishment conocidos como Primavera Árabe (2010-2011).
Aunque en 2021 los países en disputa reabrieron las embajadas y restablecieron el diálogo, las rivalidades continúan vigentes hasta el punto de que el emir Al Thani prefirió, con motivo de la saturación de la capacidad hotelera por el Mundial, pedir ayuda a Irán antes que a los Estados con los que comparte borde terrestre. En la mira están los alojamientos de la isla Kish, un dominio iraní ubicado a 35 minutos en avión desde Doha.
Las desavenencias abarcan una agenda extremadamente delicada -como lo es el conflicto entre Palestina e Israel, y la presencia siempre inquietante de los intereses estadounidenses y rusos en el Golfo Pérsico-. También hay una competencia tácita en la explotación del petróleo y del gas, actividad que explica la transformación de Qatar de desierto pequeño y pobre sujeto a los designios externos -entre ellos los del Protectorado Británico retirado oficialmente en 1971- al país opulento y protagonista de la actualidad. Ese desarrollo económico sin precedentes logró atraer la atención del mundo. En su carácter de dueño de la cancha y de la pelota, Qatar consiguió opacar a quienes durante décadas le dirigieron miradas de subestimación y desprecio.