Vivimos en una sociedad violenta, intolerante, en la que cualquier chispa enciende la mecha que conduce directamente hacia el polvorín. No son días fáciles para los argentinos. La situación de estrés diaria a la que somos sometidos nos lleva a vivir alterados. Hace pocos días, el Observatorio de Psicología Social Aplicada (OPSA), que pertenece a la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, inició un trabajo de investigación bajo la premisa ¿cómo se incrementan entre los argentinos las sensaciones y estados de ánimo extremos, a medida que continúan las malas noticias? Y los especialistas que participaron afirmaron que “estamos muy desorientados, dominados por la incertidumbre, angustiados, ansiosos, impotentes, temerosos y paralizados por un presente tan cambiante que nos empuja a la vera del camino de nuestras vidas. Estamos encerrados en una encrucijada patológica: el presente es un terremoto y el futuro, absolutamente incierto”. Una representación fiel de lo que sentimos.
La situación se agrava aún más a partir de las experiencias absolutamente desconocidas y desconcertantes que nos tocaron vivir desde 2020. Los resultados del trabajo de la UBA indican que el 35% de los consultados advierte que su vida ha cambiado mucho entre ambas crisis, y un 15 % aseguró que el cambio ha sido drástico. Según el informe, el 74% de los argentinos cree que la crisis económica tendrá efectos negativos muy profundos y duraderos en su vida personal, el 72% piensa que no podrá realizar los proyectos de vida personal/familiar que tenía hasta antes de la crisis y para el 66% su salud mental está “mucho o algo peor” que antes de la crisis económica. En el estrato de clase social “muy bajo” el porcentaje llega al 76%.
Uno de los máximos problemas a los que nos enfrentamos tiene que ver con que las crisis parecen manejar la historia de nuestro país. Y que los momentos de crecimiento o al menos de tranquilidad quedan sepultados ante la magnitud de los reveses. Quienes tienen más años, o a los que les gusta la historia, pueden recordar fácilmente sucesos que nos marcaron como país al menos en los últimos dos siglos: el Rodrigazo (1975), una crisis de Deuda (1982), la Hiperinflación (1989) y de Convertibilidad (2001), el estancamiento económico del último período de Cristina Kirchner y la falta de oportunidades y caída de la clase media con Mauricio Macri. Y luego llegó Alberto Fernández, y hoy la desesperanza se acrecienta.
Hoy no se habla de otro tema. O por lo menos la agenda político-económica gobierna nuestros días sin darnos tregua. Mientras tanto, vemos a diario la violencia en las calles. Como el video que se viralizó ayer en el cual una mujer escracha en un avión al ex ministro de Salud Ginés González García, y el ex médico le responde con una cachetada. Violento también es el jugador de fútbol que golpeó a una árbitra. O lo que se replica en otro video, con un chico de 14 años pateando a un árbitro en un partido de fútbol infantil en Buenos Aires. Hay violencia en la televisión, y mucho más en las redes sociales, que se han convertido en un termómetro de la sociedad. Los ejemplos sobran. Estamos casi siempre al borde de la tragedia. El humor de los argentinos se mide en la calle, donde las discusiones por el tránsito, por ejemplo, están a la orden del día. Vivimos sentados en un polvorín. Para peor, la clase dirigencial pareciera hacer muy poco por calmar esta situación. Ayer, en medio de los cambios en el Ministerio de Economía y con la mirada de los argentinos en una poco posible solución para los problemas que nos aquejan, en el Gobierno se pasaron el día refutando los argumentos del fiscal Diego Luciani en el juicio contra Cristina Kirchner, como si el desenlace de ese debate -clave como una cuestión judicial- fuera a permitirles a los argentinos llegar ya no a fin de mes, sino al 20 sin tener que vivir pendientes de una ingeniería económica familiar. O la oposición, que hoy dice tener la receta para salir del pozo en el que estamos metidos, cuando hace cuatro años no supieron cómo hacerlo y dejaron al país al borde del abismo. Pareciera haber una desorientación generalizada donde los políticos miran para otro lado, distinto a lo que los ciudadanos están esperando de ellos. En Tucumán, por ejemplo, parecen extasiados con las elecciones del próximo año, con ingenierías para saber quién se presentará para tal o cual cargo, cuando la mayoría de quienes habitan esta tierra no saben cómo van a llegar al próximo año. Las realidades parecen diametralmente opuestas.
El futuro. Esa palabra desvela. Los que tienen más años y ya formaron una familia no saben qué les deparará el futuro a sus hijos. Y los más jóvenes ven ese futuro, al menos en nuestro país, incierto. No es extraño entonces que hayan aumentado tanto las consultas para emigrar. Se siente que este país no tiene futuro.
A esta altura, los argentinos tratamos de aferrarnos a algo que nos traiga algo de paz. Que nos permita distraernos. Miramos con ansias la llegada de fin de año. Al menos que Messi y compañía nos den una alegría en Qatar. Algo que nos saque de la angustia con la que despertamos a diario. Y lo peor es que sabemos que La Argentina tiene todo para ser uno de los mejores países del mundo. Lástima que esto parezca ser sólo un simple consuelo.