Por Gonzalo Peltzer
Ludwig Wittgenstein (1889-1951) es quizá el más importante filósofo del lenguaje. Austríaco de nacimiento y británico por adopción, fue profesor en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, donde murió y está enterrado. A raíz de la polémica sobre el lenguaje inclusivo en las escuelas de Buenos Aires, se me ocurrió preguntarle a Wittgenstein cómo es la relación entre inclusivismo y pensamiento. Ya no está entre nosotros, pero por suerte les podemos preguntar a sus obras, el Tractatus Logico-Philosophicus y cantidad de manuscritos sistematizados y publicados por sus discípulos después de su muerte.
La posibilidad humana de formar conceptos universales es esencial para el pensamiento: por eso podemos distinguir a los individuos de la especie (cuando vemos un perro sabemos que es un perro porque tenemos incorporado el universal perro). Para pensar necesitamos los conceptos universales ya que si no, cada cosa que vemos o experimentamos sería nueva y no podríamos ni razonar ni decir nada de nada. A los conceptos los expresamos con palabras y las palabras forman la lengua en la que pensamos y hablamos. A una lengua que no tiene palabras para expresar ciertos conceptos le faltan herramientas para pensar, y a una persona con escaso vocabulario le faltan todavía más: está claro que no es lo mismo razonar con 10.000 conceptos que con 500. Esto explica la importancia de leer y también que haya lenguas más adecuadas para la filosofía, o la teología, o para las ciencias duras, la lógica o la matemática.
Carlos V -el rey y emperador políglota que vivió cuatro siglos antes que Wittgenstein- decía que hablaba en castellano con Dios, en italiano con las mujeres, en francés con los varones y en alemán con su caballo. Lo diga o no lo diga Carlos V, lo cierto es que el castellano evolucionó hacia los niveles más avanzados de abstracción de los conceptos universales y también es cierto que parece que quienes hablan lenguaje inclusivo pretenden que involucionemos hasta los relinchos de los caballos.
Para el inglés, el francés, el alemán o el italiano, las mujeres y los varones son conceptos distintos ya que usan diferentes palabras: brother and sister, frère et soeur, Bruder und Schwester, fratello e sorella. En castellano, en cambio, decimos hermano y hermana, porque es el mismo concepto con dos géneros distintos, que además están contenidos en el plural masculino: alcanza con decir hermanos para incluirlos a todos, porque el nivel de abstracción nos permite usar un solo término para el único concepto de ser hijos de los mismos padres, algo que no se puede decir en inglés, francés, alemán o italiano, y que paradójicamente también nos permite decir hermanes, cosa que es imposible en casi todos los otros idiomas que se hablan en el mundo.
La misma inclusión -la de verdad- en un solo concepto, y por tanto en una sola palabra, expresa la inferioridad de los varones respecto de las mujeres y no lo contrario, como parece suponer el hembrismo peleador. El femenino es exclusivo para las mujeres mientras que el masculino nos incluye a varones y mujeres porque así fue el orden que el Génesis relata de menor a mayor y termina con la mujer coronando toda la Creación. No importa ahora si creemos o no creemos o si el texto de la Biblia es una metáfora. Es lo que hay y es lo que configuró nuestra cultura en los últimos cinco mil años. Será por eso que todavía no se entiende la necesidad que tiene el feminismo combativo de devaluar a las mujeres para hacerlas iguales a los varones, cuando durante 50 siglos todos tuvimos la certeza de que son superiores.
Dicen Carlos V y Ludwig Wittgenstein que no es una buena idea rebajar el nivel de abstracción del castellano, que es lo que ocurre cada vez que alguien clava un todos y todas.
* Artículo publicado originalmente en el diario El Territorio.
Gonzalo Peltzer - Doctor en Comunicación Pública, director de El Territorio, ex decano de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Austral.