El desarraigo no es una fiesta, es un dolor. “Los inmigrantes -afirma la brillante escritora Zadie Smith- no pueden escapar de su historia más de lo que uno puede escapar de su sombra”. Irse -del barrio, de Tucumán, del país- no es una “sensación” replicada o acallada por los medios, según las simpatías o antipatías que genere el gobernante de turno. Esa larga marcha, la del adiós, a veces un hasta luego, deja un reguero de familias que se desmembran, de identidades que luchan por la supervivencia lejos del terruño. Los jóvenes, los no tan jóvenes, las familias, suben al avión bañados en lágrimas. No hay romantización posible cuando a esas íntimas ceremonias de despedida las domina la angustia. No, irse está lejos de ser una fiesta.
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San Martín, Rosas, Alberdi, muertos lejos de casa. El caso de Artigas, fallecido en Paraguay y afirmando, hasta el último instante, que era argentino. Al propio Sarmiento le tocó exhalar el suspiro definitivo en Asunción. Borges y su final en Suiza; Gardel y el suyo -accidente mediante- en Colombia. Circunstancias de viajeros o de exiliados, casi un destino nacional que se replica en la inapelable cantidad de emigrantes dispuestos a apostar por otros futuros. Lejos, alejados de las fronteras reales y de las simbólicas. Cortázar, que del tema sabía como pocos, comparaba al exilio con el brusco final de un amor. “Es como una muerte inconcebiblemente horrible, porque es una muerte que se sigue viviendo conscientemente”, graficaba. Ya muy enfermo, el autor de “Rayuela” volvió a la Argentina a fines de 1983, como una forma de celebrar la recuperada democracia. Retornó a Europa para morir en París pocas semanas más tarde. Lejos.
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Los números son permanente motivo de tironeo y tapan la cuestión de fondo. ¿Cuántos argentinos están yéndose? ¿Son muchos? ¿Son pocos? ¿Hay una instalación permanente del tema para esmerilar al Gobierno? ¿Importa realmente? Más de un millón de compatriotas vive en el exterior; en qué condiciones lo hacen corre por cuenta de cada historia. El perfil de los que se marchan se identifica, básicamente, con los distintos escalones de la clase media. En líneas generales, no emigran ni los más ricos ni los más pobres. Los principales destinos siguen siendo España, Italia, Estados Unidos y -en los últimos años- Uruguay, aunque en este caso con algunas particularidades, las principales: a) seguridad jurídica y “alfombra roja” para los inversores; b) cercanía, propia de una provincia más de la Argentina. Los “booms” son marcas de la época; así como en 2001 la proa apuntaba a Madrid y a Barcelona, por estos tiempos la Meca es Miami, como base para explorar el Estado de Florida. Por encima de todos estos datos navega una certeza compartida por quienes compran el pasaje: la búsqueda de una mejor calidad de vida.
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Las migraciones masivas, producto de las guerras y de las hambrunas, son fotos que impactan. Como las pateras libradas a su (mala) suerte en el mar Mediterráneo o las interminables hileras de ucranianos agolpados en la frontera con Polonia, Eslovaquia, Hungría, Rumania o Moldavia. Lo que sea por escapar. Las fotos de la emigración argentina son bien diferentes. Es la imagen de un goteo: lento, permanente, incesante. Capaz de pasar inadvertido pero, visto en perspectiva, no menos afligente. Es la instantánea de padres abrazados al hijo o a la hija en el preembarque del aeropuerto. Es la juntada de despedida con amigos, que empieza a las risas y suele culminar con los ojos enrojecidos. Es la caminata final por la cuadra de toda la vida, el choque de manos con los vecinos, la valija que no termina de cerrarse. Hay mucho dolor concentrado en esos rituales, demasiado para que -encima- alguien tenga el tupé de criticar a los que se van por “abandonar el barco”.
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Mientras Argentina no vuelva a ser esa tierra de oportunidades que soñaron Alberdi y Sarmiento la emigración no se detendrá. Podrá subir o bajar, en función de algún veranito económico o del agravamiento de una crisis. Si la cultura es un ejercicio de identidad -nuevamente Cortázar- y un motor de construcción de ciudadanía, hay algo muy profundo que está fallando ahí. Un malestar en la cultura. La incertidumbre no es mala consejera; es, directamente, una poderosa causal de exclusión. Se nos van los jóvenes, se nos van las familias, y con toda la razón del mundo. Y no es un simple “porque quieren”; los estamos echando.