París. Años ‘30. El whisky de Duke Ellington deambula por la habitación. No hay argumento contundente que pueda convencerla. Josephine Baker está enojada. Se acomoda el malhumor en el rodete y responde: “Tengo seis trajes de escena y puedo ponerme cualquiera, pero no encuentro de la noche a la mañana un tipo que cante en español, francés, portugués, italiano; que baile, que sea negro y toque guitarra, cavaquinho, pandeiro, contrabajo, batería y que además sea buena persona. ¿Y vos ahora me lo querés sacar?” Duke da un portazo. Rabia y afecto dejan surcos en los pensamientos de Oscar Alemán. “Debería tenerle bronca a Josephine porque mi vida hubiera cambiado. Ellington me ofrecía el triple de lo que ella me pagaba y me iba a presentar mejor”, se confiesa a sí mismo.

Un blues descorcha un rezo. La melancolía vertebra las cuerdas de la guitarra. Un contrapunto de negros invade sus manos y el bailoteo de los recuerdos lo devuelve a Machagai, El Chaco, donde ha visto la luz el 20 de febrero de 1909, un sábado afiebrado de verano. Pero el uruguayo Jorge, su padre guitarrista, cree que Oscarcito tendrá mejor estrella si es porteño y lo anota en un Registro Civil de Buenos Aires. Malambos de seis años ruedan por las calles de San Telmo. La familia se hace música bajo el ropaje sonoro del Sexteto Moreira, integrado por su padre Jorge Alemán Moreira, Micaela Pereyra, su madre pianista de origen toba, y sus hermanos.

Brasil es el nuevo destino para el padre y tres hijos. Él toca guitarra; ellos bailan y cantan. Una carta. Mala noticia. Su madre muere en Buenos Aires. Arrinconado por la pobreza y la muerte de su esposa, don Jorge enloquece. Depresión. Suicidio. La tristeza tiene 10 años. Los hermanos se dispersan. Solo en la ciudad de Santos, todavía sin Pelé. Bajo los bancos de la plaza, el negrito Oscar arrulla el desamparo. En un abrir y cerrar de puertas de autos, un sueño crece en forma de cavaquinho. Un lutier lo construye. Él le va pagando de a monedas, pero muere y se lo deja de regalo. Gastón Buono Lobo le enseña la guitarra criolla y hawaiana, mientras come pan y banana.

Con el swing a París

Baile y simpatía, sobre todo ritmo. Buenos Aires. Discepolín lo convoca. El bailarín negro Harry Fleming lo lleva a España. Luego a París. Dicen que la suerte es grela. A veces boxean para ganar unos pesos. “En 1932, me contrató la famosa Josephine Baker, la acompañaba en algunos números y pronto dirigí la orquesta, éramos los Baker Boys. Allí frecuenté el Hot Club de Francia, donde conocí a los grandes músicos, hice muchas cosas, hasta 1940. Ya con la guerra, cuando los alemanes llegan a Francia, volví a mi país”, cuenta.

Poco a poco, la guitarra va dibujando su expresión sonora. “Fui creando solo mi propia manera de tocar jazz. No tenía plata para comprar discos, a lo sumo podía escuchar en la puerta de una disquería. Pero si ponían un tema que me interesaba lo sacaban en cualquier momento, de modo que no podía pescar para copiar. He conocido muchos músicos extraordinarios, pero cada vez que me encontraba con algunos de ellos que yo creía que tenían más musicalidad, habían estudiado por lo menos 15 años de armonía. Y ellos se asombraban porque yo no sabía nada”, dice.

La guitarra sube la escalera de la fama. Ráfagas de dedos soplan en el diapasón, mientras los pies inventan un bailoteo vertiginoso. “Hay que escuchar un poco Bach. Él tiene mucho de jazz. O más bien, como él es más viejo que el jazz, Juan Sebastián Bach hizo mucho jazz sin saberlo. De modo que lo hemos copiado mucho. Con la musicalidad de ese genio, su manera de decir las cosas era jazzística. No tuve tiempo de estudiar música. Creo que me hubiera servido, pero no para mi musicalidad porque la tuve adentro -gracias a Dios- y no necesita nada. Me hubiera servido para poder escribir, dejar cosas o para no tener que explicarle a otro músico todo lo que yo quiero”, dice.

Años 60. Se radica en la Argentina. La actriz Carmen Vallejo embosca su corazón. Se casan. Nace India. De un matrimonio anterior, Carmen tiene a Selva Giorno. Cuando Selva decide seguir los pasos de su madre, adopta su apellido y se convierte en Selva Alemán. “Él fue mi verdadero papá. A mi papá biológico no lo conocí. Me acuerdo cosas como, por ejemplo, que me enseñaba a comer, a utilizar el tenedor y el cuchillo, teniendo yo cuatro añitos. Y me acuerdo que nos llevaba a pasear por todos lados a mi hermana y a mí, al zoológico, al Botánico, al Museo de La Plata… era una persona muy sensible y muy cariñosa” con ella y mi hermana. Todos los días armábamos un cuento y una historia distinta. A él le encantaba, en algún momento del día, ponerse a tocar la guitarra y que nosotras cantáramos y bailáramos, porque éramos muy chiquitas con mi hermana. Fue una infancia muy genial y, realmente, él era muy amoroso con nosotros”, relata Selva Alemán.

“Me reventaba eso”

Se radica en la Argentina. Swing, orquestas, ovaciones. Un pueblo se afiebra con su ritmo. “Lo conocí mucho a Django Reinhardt, que tenía la manía de decir que el jazz era gitano. A mí me reventaba eso y peleábamos por esa frase. Él era gitano y metía esa influencia en una música que no lo era. Tocaba muy bien, pero con mucha gitaneada. Y tenía muy buena técnica en las dos manos. Siempre tocaba con púa, no con los dedos”, evoca.

La soberbia y la vanidad se trepan al árbol de su narcicismo, pero no logran eclipsar su costado de bondad. La sensualidad de “Gabilú” aterciopela el encordado, mientras los vientos de la orquesta de Jorge Anders sueñan. “Para mí eres divina” ronronea ahora puro swing en las seis cuerdas, y se abraza a la trompeta enamorada de Fats Fernández. “El jazz es como una mujer a la que se quiere conquistar. He tocado blues que duran 15 minutos porque me van naciendo cosas de adentro, cosas que le digo a Dios y que no se pueden traducir. Pero a veces no se puede hacer eso porque si estoy en la Argentina, no quiero tocar y cantar para 100.000 tipos, sino para millones hasta que me entienda hasta un viejito”, explica.

1980, 14 de octubre. Un pésame de jazz flota en el silencio de ese martes. Oscar Alemán ha salido a conversar con Dios y no regresará.