Por Flavio Moguetta para LA GACETA

Cuando Andrés Caicedo decidió tomarse las 60 pastillas de Seconal, otro escritor colombiano como Gabriel García Márquez disfrutaba de la notoriedad de formar parte del boom de la literatura latinoamericana, al que se había subido en el año 1967 con Cien años de soledad. Mientras Macondo, el mar del Caribe y el realismo mágico se irradiaban por el mundo, Caicedo, que tenía 15 años, escribía las obras de teatro El fin de las vacaciones y La piel del otro héroe. Y aquel 4 de marzo de 1977 en el que el decidió emprender el viaje final, buena parte del mundo hablaba de El otoño del patriarca, otra novela de Gabo. Lejos estaba en el espíritu del joven caleño arribar al otoño de la vida y tal como escribirá: “Bienvenida sea la muerte fijada de antemano. Adelántate a la muerte, precísale una cita. Nadie quiere a los niños envejecidos”. Y en lo que respecta al estilo, contra el realismo mágico contrapone narraciones reales, crudas, narcotizadas y visuales.

Casi todo

Andrés Caicedo, nacido en Cali (Colombia) en 1951, ya había acordado dos citas previas con la muerte un año antes de abrazarla con el tercer intento que resultó el definitivo aquel día de marzo. Durante esa jornada recibió la primera copia impresa de su novela ¡Qué viva la música!, y ese caleño que escribía para decir porque le costaba hablar en persona –sufría cierto grado de tartamudez-, entendió que ya no tenía nada más para decir, que con esa novela terminaba de decirlo todo o casi todo. Aún necesitaba decir algo más y lo hizo con dos cartas. Ambas las escribió en trance sentado frente a su máquina de escribir Remington, mientras el efecto del secobarbital comenzaba a correr por su torrente sanguíneo. La primera de ellas llevaba como destinataria a Patricia Restrepo, su novia, con quien había pasado la noche anterior a plena rumba de alcohol y sustancias, una velada que derivó en una discusión que impulsó a Caicedo a regresar a su casa. En la carta siente la necesidad de aclarar algo que seguramente apareció como tema en el fragor de esa noche intensa -“yo no soy homosexual”- y procura reconciliarse. La segunda carta, que estaba dirigida al crítico español Miguel Marías, la encontraron puesta en el carro de la Remington. Le anuncia que recibió una copia impresa de ¡Qué viva la música! y luego centra sus palabras en las últimas películas que vio.

Cine y cartas

Sus primeros textos fueron teatrales, desarrolló la narrativa en cuentos y novelas, pero sin dudas encontró una gran pasión en el cine. Fue uno de los fundadores, en 1971, del Cine Club de Cali. Poco después crearía la revista cinematográfica Ojo al cine.

Andrés Caicedo encontró un canal de comunicación en las cartas. Así era capaz de regresar a su casa luego de una reunión y escribirle a una persona con la que acaba de estar para contarle algo que no se había atrevido a decirle. Alguna vez también le escribió a Miguel Marías que en las cientos de cartas que había escrito (y de las que guardaba prolijamente copias porque escribía utilizando papel carbónico) era “en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito”.

Inicios tempranos

Hijo de una familia caleña acomodada en todo fue precoz. En su iniciación con la lectura, en el cine, en la escritura y en la experimentación con las drogas. De esa precocidad, de sus sentimientos, de sus emociones, de su intimidad y de la de su familia da cuenta en esas cartas que Caicedo fue destinando a distintas personas y que de alguna manera arman y desarman el rompecabezas de su vida. Fue por eso que dos de sus tres hermanas (María Victoria y Pilar) censuraron e impidieron durante largo tiempo la publicación de las mismas porque en ellas quedaban al descubierto buena parte de los secretos de la familia y del mismo Andrés, como la misiva dirigida al escritor Jaime Manrique que “parecía una carta de amor homosexual y eso no lo permitiremos bajo ningún punto de vista. La familia se tiene que proteger ante todo”. Y fue el solitario batallar de su hermana Rosario el que permitió que finalmente esas cartas vieran la luz.

Siempre niño

Caicedo inició su viaje final, la rumba definitiva, el mismo año en el que se considera que nació la música punk, la que abrazaba consignas como el “no hay futuro” o el “vivir rápido, al límite y vivir joven”. Lema que retoma de cierta manera la frase que Humphrey Bogart pronuncia allá por el año 1949 en la película Horas de angustia: “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Y eso fue exactamente lo que hizo Andrés. Nunca le interesó llegar a viejo, nunca le interesó asistir al corrompimiento de su carne ni de su alma. Escribe (y le hace decir a María del Carmen Huerta) en el tramo final de ¡Que viva la música!: “Nunca permitas que te vuelvan persona mayor, hombre respetable. Nunca dejes de ser niño”. Y eso buscó aquel 4 de marzo de 1977 cuando decidió tragarse las 60 pastillas de Seconal. Así desde sus novelas, sus cartas, sus fotos y su obra, Andrés Caicedo será joven para siempre.

© LA GACETA

PERFIL

Andrés Caicedo Estela (Cali,1951) estudió en diversos colegios de los que fue expulsado por rebelde, y se graduó de bachiller en el Colegio Camacho Perea. En 1966 escribió su primera obra de teatro. Con La piel del otro héroe ganó el Primer Festival de Teatro Estudiantil de Cali. Trabajó en el Teatro Experimental de Cali y escribió críticas de cine en los diarios colombianos El País, Occidente y El Pueblo. 

Con sus cuentos ganó, entre otros, el concurso de cuento de la Universidad del Valle. En 1971 fue uno de los fundadores del Cine-Club de Cali. En 1973 viajó a Los Ángeles en el intento –frustrado- de venderle a Roger Corman dos guiones de largometraje que había escrito. En 1974 fundó la revista Ojo al cine, que se convertiría en una de las publicaciones especializadas más destacadas de su país. En 1977 entregó a la editorial el manuscrito de ¡Que viva la música! El mismo día que recibió su novela editada, su texto hoy más recordado, se suicidó tomando pastillas. Su obra, con una impronta realista, abordó los problemas sociales de su época. Con el tiempo, se convirtió en un autor de culto.