De una bolsa extrae un chaleco con dos condecoraciones y tres distintivos, y la boina de pana verde que distingue a quienes en el Ejército han adquirido aptitudes especiales. Se coloca la prenda, sujeta la gorra entre las manos y parece que vuelve a ser el sargento ayudante de 30 años emboscado en Malvinas, que se salva sólo porque en ese combate les tocaba morir a otros. El ritual cobra sentido cuando el veterano Juan Carlos Helguero explica que espera hace cuatro décadas este momento, el de contar su historia. El día llega -todo llega- en coincidencia con algo que también aguarda desde Malvinas: una declaración de discapacidad por estrés postraumático. A diferencia de otros combatientes, Helguero lleva sus heridas de guerra casi a la vista, dos cicatrices que aparecen apenas abre la camisa. Son señales que le recuerdan que salió con vida de la zona de muerte, después de recibir dos esquirlas de granada. Él dice que le dolió mucho lo que le pasó en las islas, pero que más le dolió lo que vivió después. “El silencio”, precisa con la voz entrecortada.
Los recuerdos brotan limpios bajo el influjo de las condecoraciones y de la pana que Helguero acaricia con devoción. Él había llegado recién de una misión en la Antártida -ingresó al Ejército en 1968 y trabajó en la Escuela de Infantería durante la dictadura-, y estaba de licencia en su domicilio tucumano con su esposa y tres hijos cuando suena el teléfono. Del otro lado de la línea le avisan que tiene que presentarse con urgencia en el cuartel para recibir órdenes. Allí le comunican que debe movilizarse hacia la capital del país en el primer medio de transporte disponible. En el avión de Aerolíneas, el piloto le confía: “tenemos un vuelo lleno de patriotas”.
Por fin el 27 de abril de 1982, aterriza en Puerto Argentino después de un vuelo en Hércules a ras del mar para evadir los radares y se instala en un gimnasio con su unidad, la Tercera Sección de Asalto de la Compañía de Comandos 601. Las fuerzas que habían reinstalado la bandera nacional en Malvinas se preparaban para la llegada de la ofensiva británica. Hacia finales de mayo, Helguero es enviado con la Primera Sección de la Compañía de Comandos 602 para hacer una exploración en el Monte Simón (sudeste de la isla). El grupo luego se desplaza por la turba y entre nevadas hacia el puerto de Fitz Roy, que se entreveía como posible punto de llegada de las tropas enemigas.
“En el camino cruzamos un río y nos mojamos de la cintura para abajo. Yo advierto, por mi experiencia en la Antártida, que, si no nos secábamos, esa noche moriríamos todos congelados”, relata. La inquietud es oída por el jefe, el capitán José Vercesi, quien da la orden de refugiarse en una casilla de pastores deshabitada, la edificación llamada Top Malo House. “Ahora me doy cuenta del error que cometimos. Jamás debimos entrar todos en la vivienda. Lo sabíamos por doctrina”, se reprocha Helguero.
Lo cierto es que los 13 integrantes de la patrulla toman posesión de Top Malo House. Helguero se ubica en la planta baja cerca de una puerta y de una ventana junto a la mayoría de sus compañeros, mientras que en la parte de arriba se instalan el teniente Luis Brun y el tirador Ernesto Espinosa, que monta una guardia. En la oscuridad, Helguero oye el ruido de las hélices de unos helicópteros; se asoma a la ventana, y no identifica a los Bell UH-1H ni a los Chinook que utilizaba la Argentina. Aún así, el sueño vence al grupo. Alrededor de las 7.30 del 31 de mayo de 1982, Espinosa divisa movimientos. “¡Ojo que a lo mejor son ovejas!”, observa Helguero. Pero a los segundos escuchan las primeras explosiones y Espinosa recibe el proyectil que lo mata. Helguero cuenta que de inmediato abandonan la casilla y que en la salida cae el sargento primero Mateo Sbert. En medio de ese fuego, él es herido. Aún con estas bajas, Vercesi da batalla y lastima a algunos soldados británicos, pero en un momento ordena parar y Helguero se convierte en prisionero de guerra.
“Fue una emboscada perfecta. Si queríamos huir, nos estaban esperando al otro lado del río”, admite el veterano. Y acota que él sí recibió un buen trato de parte de los rivales. “Respetaban a rajatabla la Convención de Ginebra y hasta nos pagaron un sueldo”, relata. A él lo operaron primero en San Carlos y, después, en el trasatlántico hospital SS Canberra. Once días más tarde, lo dejaron en Puerto Madryn.
“No vi lo que ocurrió el 14 de junio: no sé cómo fue la rendición. Yo sí creí que era posible recuperar las Malvinas, aunque es verdad que los kelpers no querían que nos quedáramos ni que vinieran los ingleses”, medita. Antes de regresar a casa, a Helguero lo aguardaba un interrogatorio en el Ejército donde le exigieron que guardara para sí sus vivencias en el archipiélago. “Nos silenciaron por completo. ¡Ni siquiera podía ir al psicólogo!”, exclama.
Callar profundizó la derrota. “En Malvinas perecieron 649 combatientes. Pero en la posguerra, al no haber un tratamiento, tuvimos 750 suicidios. Todo fue consecuencia de no poder hablar”, subraya. El ex militar dice que llegó a sentirse un leproso porque en el Ejército miraban con desconfianza, como si estuvieran locos, a los que habían batallado en Malvinas. Él seguía trabajando en el Distrito Militar Tucumán con una frustración inmensa. Su foja llega hasta los años 90, cuando lo pasan a retiro por respaldar el levantamiento de Mohamed Alí Seineldín. “No fue un golpe de Estado: sólo queríamos que se fueran los generales”, asegura. Empieza para Helguero una rotación por distintos trabajos y mucho vivir hacia adentro hasta este 2022, cuando puede sacarse las ganas de dar su testimonio. Aferrado al chaleco y la boina, sus pertenencias más preciadas, sintetiza: “a nosotros, la sociedad argentina nos despreció... Fuimos a pelear como héroes y a los sobrevivientes nos pulverizaron”.