Por Hugo Alconada Mon / La Nación
DARWIN.- El cementerio es un mazazo emocional. Cruces blancas clavadas en una hondonada, entre cercas de madera, definen el paisaje de colinas. Resisten la llovizna y el viento junto a una cruz mayor y una escultura de la Virgen de Luján, a cuyos lados figuran los nombres de los argentinos muertos en estas islas. No hay más. No se necesita más. Te quiebra.
Junto a cada pequeña cruz blanca, que no llega a la cintura, yace una lápida negra. Casi todas consignan el nombre del soldado allí enterrado. Pero la frase “Soldado argentino sólo conocido por Dios” todavía está allí, esperando su final, entre camaradas caídos. Te quiebra.
Incluso el guía local, un isleño locuaz que vivió la guerra siendo un niño y recuerda imágenes y sonidos que ningún niño debería vivir, cierra la boca al llegar a la entrada. Jimmy calla y se retira hacia su camioneta para respetar el momento. Porque te quiebra.
Se cumplen 40 años del conflicto que marcó para siempre a la Argentina. Son cuarenta años con preguntas todavía sin respuesta. Pero al menos aquí, entre la llovizna y el viento, muchas familias pudieron al fin llorar a los suyos. Porque te quiebra.
Este cementerio es, acaso, lo único en lo que argentinos, isleños e ingleses acordaron durante los últimos años. Con esto no bromean, ni disputan, empujados por el respeto a los combatientes y la obligación moral de darle consuelo a sus familiares.
Muchos fueron decisivos para concretarlo. La Comisión de Familiares de Caídos en las Islas Malvinas e Islas del Atlántico Sur, el ex combatiente Julio Aro, la periodista Gabriela Cociffi, el teniente coronel inglés Geoffrey Cardozo, el Comité Internacional de la Cruz Roja, el Equipo Argentino de Antropología Forense, y el empresario argentino Eduardo Eurnekian, entre otros. Sin ellos, este camposanto que te quiebra no existiría.
Todos fueron indispensables para concretar el “Plan Proyecto Humanitario”. Es decir, ponerle un nombre -o más de un nombre- a cada tumba. Comenzaron en 2017, completaron ya dos etapas van por más para darle paz -y un lugar para llorar- a una larga lista de familias.
Protagonistas
Esas familias saben que dos personas terminaron de darle forma al predio, a 88 kilómetros de Puerto Argentino, que toma más de una hora recorrer. Son un héroe de guerra argentino y un isleño que decidió asumir el riesgo.
El piloto naval Roberto Curilovic trabaja en Aeropuertos Argentina 2000 con Eduardo Eurnekian. El 25 de mayo de 1982 hundió el buque Atlantic Conveyor. Para los ingleses significó 12 muertos, un desastre logístico y la alteración completa de su plan bélico, según admitieron en un documental que difundió el Channel 4 este domingo. Los obligó a duplicar los riesgos. Porque Curilovic les hundió el que en la práctica actuaba como tercer portaaviones. Pero eso no afectó el trato de isleños y británicos. Al contrario, se ganó su respeto.
“Todo esto fue posible porque su eje es humanitario. Eso lo desbloqueó todo”, se limita a decir Curilovic, un hombre de bajo perfil, tono y trato mesurado, al que le incomoda que le digan que es un héroe -y que lo traten como tal-, porque lo es. “Cumplí con mi deber. Eso fue todo”, dice a La Nación.
Curilovic cuenta que buscó a Miller porque el isleño tiene una empresa, Stanley Growers Limited, que era la más indicada. Pero se topó con dos sorpresas. La primera, “que Miller se tomó un año para decidirse”, cuenta. La segunda, “que desde que aceptó, sólo envió una factura en 2017, a pesar de que le insistimos. No quiere cobrar”.
Miller tenía 31 años cuando la guerra, que lo sorprendió en la otra isla, lejos de Puerto Argentino. Pero con el tiempo asumió el cuidado del Cementerio Militar de San Carlos. Es decir, el lugar donde yacen las tumbas de los soldados británicos y del Commonwealth que murieron en Malvinas. También se encargó de recolectar fondos para el Memorial Wood, un predio en Puerto Argentino donde se plantó un árbol por cada uno de los 255 militares británicos que murieron en 1982. Luego lo contactó Curilovic.
Miller le confió a La Nación por qué se demoró tanto en responderle al héroe de guerra argentino. “Antes de aceptar, fui a Goose Green, hablé con familiares de todos los que durante la guerra fueron encerrados allí en un galpón, y eran más de 100 personas, y les dije que me habían contactado para esta tarea humanitaria. Les pregunté qué pensaban. Todos, sin excepción, me dijeron que aceptara. Me dijeron que debía separar la política de los que murieron en combate y merecían un cementerio decente. Así que acepté”.
A partir de ese momento, Curilovic y Miller gestionaron los viajes y la recepción en las islas de los familiares que acudieron a Darwin para pasar un rato con los suyos. Se encargaron de la logística en Buenos Aires, la Patagonia, el aeropuerto local y Darwin que requieren muchos padres y madres, a menudo octogenarios. Desde alimentos a sillas de ruedas, y de consuelo espiritual a médicos. Porque este lugar, sí, te quiebra.
Juntos, también, el héroe de guerra y el isleño les piden a todos los que ingresan al cementerio que respeten ciertas pautas básicas. “Un cementerio militar -explica Miller-, en cualquier lugar del mundo, es suelo especial. Es suelo sagrado. No pertenece a una nación o a otra. Sólo pertenece a los muchachos que están ahí y a sus familias. Eso debe respetarse”.
Un cartel en español y en inglés a la entrada lo deja más claro aún, en nombre de la Comisión de Familiares: “No se permite colocar placas o elementos ajenos en el predio de este cementerio”.
La inmensa mayoría respeta y acata esas pautas, tanto argentinos como isleños. No hay banderas de país alguno, ninguna referencia política, ningún bronce adosado a tumba alguna. Aquellas donde yace un soldado ya identificado, lleva su nombre. Todas tienen flores y un rosario colgado alrededor de cada cruz. Resisten la lluvia y el viento que no cesa.
La entrada al predio es sencilla. Una doble puerta de madera, también pintada de blanco. De inmediato se abren dos grupos de tumbas, a izquierda y derecha, y un tercer puñado más adelante, frente a la cruz mayor que se levanta en una suerte de altar. A un costado, la estatua de la Virgen. A sus pies, la “Oración por la patria”.
Dos son las tumbas que llaman la atención por estas horas. Son distintas al resto. “El mes próximo trabajaremos un poco en el cementerio con la Cruz Roja para acomodar el área que se removió durante la última primavera por los últimos trabajos de identificación con ADN”, explica Miller. “Retrasamos esa tarea porque el clima estuvo muy seco y no había humedad suficiente para que creciera nuevo pasto. También colocaremos dos nuevas cruces de madera, idénticas al resto, y las nuevas lápidas con los nombres”.
Miller tiene 71 años, problemas en un ojo y camina ayudado con un bastón. Lo operarán de la cadera en julio. Pero ya hace planes para la primavera. “Vamos a pintar otra vez todas las cruces para que estén impecables para el verano, cuando llegarán los veteranos, los familiares y cualquier argentino que quiera visitar y rendir su tributo”, dice.
La Nación recorre la hondonada en silencio. Llueve. Arrecia el viento. Sobran las palabras. Porque este lugar te quiebra. Más abajo, pasta un rebaño de ovejas. A unos metros, un mirlo acompaña la caminata. No le teme al hombre. Al menos aquí, no tiene por qué.
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