Una nouvelle poética de una belleza exquisita. Una experiencia de la que el lector sale transformado. Una invitación a seguir apostando por la humanidad. Todo eso -y mucho más- representa “Ubi sunt” para Eugenio López Arriazu y así lo certifica desde la contratapa del libro. Pero tras la formalidad de esa bienvenida es María Belén Aguirre quien toma la palabra y desmenuza su texto, escrito durante apenas siete días, y del que tiene muchísimo para contar.
No pudo ser más celebratorio el inicio del año literario. “Yo había renunciado a Tucumán, había tirado la toalla aquí. Pero ellos me devolvieron”, afirma Aguirre. Habla del equipo de La Papa Editorial, cuyo esfuerzo generó este reencuentro entre la escritora y su tierra. Juntos hicieron de “Ubi sunt” una realidad que ya circula en formato digital entre algunos lectores y que el próximo fin de semana se presentará en formato físico. Es tiempo, entonces, de adentrarnos en “Ubi sunt” de la mano de su creadora.
- ¿Cómo explicás el nacimiento de “Ubi sunt”?
- “Ubi sunt” nace del miedo. Lo escribí en siete días, luego de recibir la noticia del premio del Fondo Nacional de las Artes (2020). Fueron siete días de una escritura frenética. El miedo me pisaba los talones. El miedo no me daba paz, no me dejaba dormir. Miedo a no volver a escribir. Miedo a la maldición del premio. Miedo a pernoctar sobre laureles. Miedo al conformismo. Miedo a traicionar a mi don. Miedo a la soberbia, a la vanidad. El miedo ha sido siempre para mí un estímulo irracional, de cuyo trabajo de decodificación se ha ocupado después el tiempo. Ahora puedo decírtelo con esta claridad. Pero mientras sucedía era eso, una sintomatología de vaguedad insufrible.
- ¿De qué manera podrías definir este libro?
- Mi literatura, desde hace más de dos décadas, ha abrevado en cuestiones vinculadas con un yo autoficcional. Yo y el satélite de los míos. Yo, mi rata de laboratorio. Yo, mi experimento. Yo, la constatación del triunfo de mis fracasos o de mis aciertos. Yo, en fin, mi juguete despanzurrado. En ese contexto, el primer período de mi obra (“Matorral”) se despliega en más de 13 libros. Soy plenamente consciente, a la luz de los años, de que mi trabajo no ha consistido en otra cosa más que en llevarme al límite del absurdo, al borde mismo de la aniquilación simbólica. Otros escriben, crean, para vivir. Yo lo hago para morirme más rápido. Agotada el agua del yo, ¿qué me queda?, pensé en diciembre de 2020. Y ahí apareció como por una operación deux ex machina, la escritura de “Ubi sunt”. Y con este libro: Miguel, M, E y todos los personajes que los acechan. Incluida la Muerte.
- ¿Cómo se desarrolló ese proceso de escritura?
- Con “Ubi sunt” exploré un yo otro. Un yo masculino, igualmente valiente y cobarde, demencial y lúcido, adulto y puerilizado por las circunstancias. Ahora soy Miguel, ¿sabés? Y tengo mujer e hijo. O los tuve y los he perdido. Y mi orgullo y mi dolor son un haber hallado, para la articulación de esa voz, el instrumento de mi cuerpo. La transgeneridad que me ha permitido este libro se expande no sólo a cuestiones de identidad sexual, sino también al orden de lo estrictamente literario. Somos huéspedes de una época de hibridaciones profundas e inusitadas. “Ubi sunt” es una nouvelle en verso. Es narrativa y es poesía. Es el ensayo de un cine hecho de trizas, de fragmentos. ¿Qué otra cosa si no una trama fragmentada y elíptica podía emerger de la atomización que nos dejó por secuela la última dictadura cívico militar? Yo, Miguel, soy el pedazo de un todo que habla a través de la lengua quemada de un empirismo más trágico que épico. El libro acaece, como todo guión cinematográfico, en un eterno presente, pues esa es para mí la continuidad de esta deuda para con los desaparecidos. Un informe del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) sostiene que se han recuperado sólo 1.500 cuerpos, al tiempo que se busca identificar 600 de estos restos humanos que aún no han recuperado su identidad. Miguel es un escritor desaparecido. Miguel es la metonimia de nuestra patria en sus años aciagos. El plomo de los años. La fosa, el agujero negro de esos años. Miguel es la latencia del pasado; de ahí el presente sostenido de la pregunta acerca del paradero de los muertos.
- ¿Cómo, cuándo y dónde escribiste “Ubi sunt”? ¿Y qué fuiste experimentando a medida que lo hacías?
- Escribí este libro en Olivos, a fines de diciembre de 2020. Su proceso de creación y la pandemia tuvieron una incidencia recíproca. La sensación de clausura y de pérdida progresiva de las libertades me asfixiaba. Me invadía una como rara especie de reminiscencia de los días del toque de queda, las detenciones y las redadas. Buena parte de mi infancia transcurrió en dictadura. En ese sentido, me reconozco hija de la ergástula. Lo que me impresionó de ese diciembre fue descubrir que había en mí un recuerdo que no sabía que tenía. Entre la claustrofobia y los espacios acotados, va creciendo en “Ubi sunt” la impotencia en los cuerpos de los protagonistas. Eso, adentro. Mientras afuera, un mundo vedado va expandiendo su peligrosidad por el merodeo de “los perros”, así les llamo yo a los verdugos. O les llamo Otto Dietrich zur Linde. Ellos circundan rabiosos la casa abandonada y en peligro de derrumbe en la que una familia se oculta. Mi experiencia del libro es la de un proceso de inmersión en el infierno propio y ajeno. Y lo que es válido para el horror es también válido para la fe. Ambos comparten la misma naturaleza sagrada e iniciática. La despersonalización no logró librarme de mí. Todo lo contrario. Nunca he sido más yo que cuando he creado otros seres. O al revés: el conocimiento de mí, esa máxima socrática, me acerca a los demás de un modo por igual maravilloso y fatal.
- ¿Qué sensaciones te genera el libro hoy, mientras empieza a circular entre los lectores?
- Ansiedad. Un cosquilleo en el pecho. Algo como una suerte de temor a ser malinterpretada. El miedo, el miedo otra vez. De hecho, en el tratamiento narrativo hay momentos de enorme paranoia incluso en relación con el lector. El lector no siempre es una garantía de comprensión, pese a todo pacto de credulidad. Entre lectores puede haber espías, informantes, delatores, entregadores, verdugos. Por eso mis personajes se comunican a través de murmullos o de diálogos dichos al oído, diálogos que el lector no alcanza a escuchar. Y está también el prurito de conservar en estado de ocultación el nombre verdadero y de llamarse entre sí sólo por el de guerra. Salvo Miguel, el protagonista, quien asume por amor ese riesgo. El riesgo de la verdad. Pero es otra la verdad a la que aludo, es la verdad de lo auténtico. Es la verdad de la carne desollada. En este puntual sentido es que decidí apelar para el epígrafe, esa piedra basal de toda obra literaria, a unos versos del poeta desaparecido Miguel Ángel Bustos: “Esta espantosa reliquia del dolor: la alucinada memoria”.
- ¿Qué elementos le brinda este abordaje de nouvelle poética a tu escritura?
- Le brinda la posibilidad de fluctuar entre registros narrativos de impronta neobarrosa y destellos de un lirismo abstracto, entre la impresión y la expresión. Le brinda el mayor de los paroxismos posibles de la libertad: la elipsis, un espacio para la sugestión creadora. Y una relación estrecha con gestos de una poesía concreta y conceptual. El sustrato que, como una napa subterránea, sostiene la historia de este libro es el tiempo. En literatura me interesa el tiempo en toda la intrínseca y cuántica complejidad de su fenómeno. Por eso este es un libro atemporal, aunque su acción acontezca en los setenta.
- ¿En qué momento de tu proyecto literario aparece “Ubi sunt”? ¿Y cómo se relaciona con el plano personal?
- “Ubi sunt” aparece inaugurando la tercera etapa de mi obra. La que he dado en llamar “Trilogía de Gualandi” (en referencia al mítico Palacio del hambre mencionado por Dante en la Divina Comedia). Esa trilogía está atravesada por el tema del encierro. Ya en “Ubi sunt” se anticipan las dos obras siguientes: “El vuelo de los yacos” y “Cartas de un mancebo desde la cárcel de Saló”. Pero sobre todo “Pater dixit”, un libro que verá la luz junto con “Ubi sunt”. Un libro esotérico, que narra el diálogo entre un padre fallecido hace más de 20 años y su hija, a través de un médium espiritista tucumano. A este libro lo presentaré, Dios mediante, el día de mi cumpleaños en la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Es un regalo que quería hacerme, y a cuya concreción pude acceder gracias a un subsidio del Ministerio de Cultura de la Nación y al invaluable acompañamiento logístico del poeta y filósofo argentino Andrés Kischner (compilador de la obra completa de Enrique Santos Discépolo, de quien he tenido el placer intransferible de reconstruir sus guiones cinematográficos). De modo que, volviendo, la pregunta acerca del paradero de los muertos me llevó derechito hacia mi padre. Una vez más Spinoza tenía razón, al postular su tesis monista de la realidad: toda realidad es una.
- El Quijote, Palito Ortega, Proust y Hebe Uhart -sin ser los únicos- se engarzan con el relato. ¿Hubo algo particular en estas elecciones?
- Todas las elecciones responden a una conciencia y a una vocación simbólica, cuando no alegórica. El Quijote es el emblema de una, si se quiere, clave de lectura: la parodia. Pero también de un idealismo, una visión de mundo. Y, sobre todo, me interesaba esa pugna metafísica, física y ética de Cervantes expuesta en su discurso de las armas y las letras. En “Ubi sunt” hay una escena en la que mis personajes, iluminados por la Luna de Lorca (uno de los arrojados en los vuelos de la muerte durante el franquismo), velan los libros, no las armas; y luego los entierran en un simulacro de “fosa común”. Quería “apropiarme”, revertir, subvertir, retorcer la lógica de esas nomenclaturas. Acogotarlas, si se quiere, hasta que muestren la punta de lengua del verdugo. Torturar el lenguaje. Sí, el lenguaje es nuestro y la posibilidad de su resignificación también. La libertad, esa osadía quería. Esa subversión. A Palito Ortega lo menciono como la manifestación más siniestra de la complicidad con el Mal y como una reflexión acerca de la connivencia entre el artefacto del Estado y la industria cultural de masa al servicio de una falacia de “felicidad”. Palito es también -más adelante- esa figura macabra, ese punto de inflexión en una Argentina mediática y absurda y su devenir gobernador; su tiranía democrática, su discursito demagógico triunfando por sobre toda ingenuidad. Proust es la memoria recobrada, es la experiencia de un pasado que retorna; es la sensorialidad y la persistencia, el tiempo en el cuerpo individual y colectivo. En cuanto a Hebe Uhart, ella es para mí una de las más grandes exponentes de la narrativa argentina contemporánea. La cito justo en el corazón del libro. Con palabras textuales versificadas a mi gusto, Hebe nos trae, en clave de fábula, una reflexión sobre los loros grises africanos (los yacos), dotados de una memoria semejante a la de un niño de tres años. ¿Nuestra edad emocional? ¿Nuestra edad histórica y epocal?
- ¿Cómo fue la experiencia de trabajo con el equipo de La Papa?
- Conocer y trabajar con los muchachos de La Papa (Pablo Donzelli y Facundo Iñiguez) fue el regalo más hermoso que la vida me tenía reservado. Cada día fue y sigue siendo un disfrute. Cada día, desde que comenzamos con esta idea de publicar “Ubi sunt”, la menor alegría es el más opulento convivio. Necesitamos retornar a la fe, esa es mi convicción. Yo hallé en ellos justo lo que mi alma andaba necesitando. Es la reivindicación del trabajo conjunto, de una militancia cultural articulada desde la sencillez y la grandeza espiritual. Yo había renunciado a Tucumán. Yo había tirado la toalla aquí. Pero ellos me devolvieron. Ellos y, en paralelo, el trabajo y la perseverancia con que ha abogado por mi obra, mi adorado amigo el escritor Lucas Gómez Cano.
- Volviendo al Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes, ¿cómo te llevás con ese mundo de los premios literarios? ¿Qué creés que aportan?
- No me llevo bien ni mal. Lo siento como el reconocimiento al trabajo de muchos años. No de una obra en particular, aunque “Siamesas” haya sido la elegida. Ese libro es, de hecho, mi décima séptima Criatura de la Desgracia. El cierre de una saga de lo monstruoso, de lo ominoso. Valoro y agradezco ese premio. Pero es preciso continuar, continuar hasta que la vida diga basta.