“Martín Kohan llega a la clave unificadora -y paradojal- del verano: la que transmite su ansiedad y sus anhelos, el vértice o el vértigo de su placer oscilante, el repudio de su reputación contagiosa. El edén subvertido: un paraíso con esquirlas trágicas, una parodia traicionada por la repetición. Solo un narrador con sus condiciones y facultades únicas puede hacerlo” escribe Luis Chitarroni en la contratapa de Desvelos de verano (Literatura Random House), el último libro (por ahora) del escritor.

Martín Kohan está en el que podría calificarse como su segundo hogar. O el tercero. Porque el bar La Orquídea, en el barrio porteño de Almagro, y La Bombonera son sus lugares en el mundo. Así que ahí estamos, en una esquina de avenida Corrientes, hasta donde Kohan llegó con su bicicleta, su acostumbrada movilidad ciudadana. Con sus habituales remeras Adidas veraniegas se contrapone al Kohan de hace unos meses, cuando en ese mismo bar, pero en la vereda, se sentaba a charlar, escribir o leer enfundado en su bufanda de Boca. “Hay entrevistas en las que me dicen que para distenderme me van a preguntar por temas futboleros. ¡Y es todo lo contrario! El fútbol me apasiona tanto que lo que menos consiguen es distenderme”, se ríe.

Pero ahora, en cambio, lo vamos a distender porque hablaremos de su nuevo libro. Obviamente, cuando se apague el grabador, hablaremos de fútbol.

-En los cuentos de Desvelos de verano se nota, más allá del calor, la presencia de un ambiente denso y tenso a la vez. ¿Coincidís?

-Desvelos de verano lo fui escribiendo a lo largo del tiempo, por rachas, sobre todo en verano. Busqué premeditadamente la atmósfera del verano, del calor. Pero al ser cuentos no es que pensé “me voy a sentar a escribir un libro”, como se puede hacer con una novela. Aparecían ideas de cuentos y me sentaba, escribía y quedaban. Surgió en un momento en que leía a César Pavese: una lectura te lleva a otra y te lleva a escribir. No leía a Pavese desde que era estudiante. En el verano todo parece más expuesto. Incluso los desvelos. Hay una idea de que en el verano todo se intensifica: los cuerpos están más expuestos, la noche más iluminada. Y algo que creo también se me activó fue lo del pueblo: la intimidad expuesta, los cuerpos más disponibles frente al invierno en el que hay retraimiento, reclusión. El verano sería como expansión. Al mismo tiempo hay secretos, cosas no dichas.

-¿Cuáles son tus diferencias entre escribir cuentos y novelas?

-La intensidad. En mi cabeza las novelas tienen más que ver con el tiempo suspendido, mientras que en los cuentos me parece que hay más intensidad. El cuento me permite ensayar un estilo más clásico, algo que no buscaría en una novela. Clásico en el sentido de plantear unas situación, conflicto y resolución. Me refiero a narraciones más directas, más clásicas. ¿Viste que (el ex futbolista de Boca Diego) Latorre recibía la pelota y primero daba una vuelta? Recibía, daba la vuelta… mis oraciones en las novelas a veces tienen algo de eso: no avanzan si no doy una vuelta antes. Arranco una oración que da una vuelta sobre sí misma para después encarar. En el cuento no me pasa eso.

-Me asombró que la contratapa del libro, escrita por Luis Chitarroni, no es una contratapa común, de compromiso.

-Celebro que lo destaques. El libro le debe todo a Florencia Cambariere, editora de Penguin, a quien conozco desde que era editorial Sudamericana. Le sigo diciendo Sudamericana, al menos mientras siga en la calle Humberto Primo (CABA). Florencia fue clave. Yo tenía cuentos, pero no tenía claro hacia dónde iba con esos cuentos. Los había escrito por el puro gusto de escribir. Pero la lectura y la confianza de Florencia fue decisiva para convencerme de que había un libro. Por iniciativa suya aparece la idea de incorporar a (Luis) Chitarroni, editor de Sudamericana en aquellos años de juventud, para que escriba la contratapa. Teniendo en cuenta lo que es Luis como editor y sumando a Florencia, fue como redondear esta especie de homenaje a esta editorial. El texto de Chitarroni es extraordinario. Gracias a Florencia tuve el privilegio de tener una contratapa así.

-¿Cómo te llevás en términos de compromiso o de goce con la escritura?

-El placer de escribir está siempre. Te diría que incluso escribir las columnas del diario, que tienen fecha de vencimiento, son un disfrute. Podríamos ponerlo al revés: escribo cuando sé que voy a disfrutar escribiendo. Trato de salvar a mi escritura de la mortificación y el sacrificio.

-¿Te cuesta generar el tiempo para escribir?

-El día es largo, hay tiempo para todo. A mí no me pasa eso de “no pude escribir el cuento porque…”. Tampoco lo inverso: “No pudimos ir a pasear porque…” Si no es ahora es mañana. Puedo ir dos horas a un bar y escribir. También tengo tiempo para otros placeres, como ir a la cancha. Y eso que Boca lleva mucho tiempo. Hay que ir temprano. Es al único lugar al que voy con auto: pago un seguro sólo para ir a la cancha de Boca, porque a todos lados voy con la bicicleta. ¡Hay tiempo! Si juega Boca, juega Boca. ¿Por qué una cosa o la otra? Hoy juega Boca y escribiré mañana. Si mañana no se puede, será pasado. No soy de los que necesitan una tarde o un día libre para escribir. Incluso a veces, si sé que tendré una mesa de examen de la facultad a las 10, por ejemplo, voy al bar a las 8.30 y escribo y cuando entro a la facultad ya tengo una hora y media de escritura.

-¿Escribís a mano?

-Escribo a mano.

-¿Cómo entendés este momento tuyo en cuanto a escritor?

-No sé cuál es mi momento porque no me contemplo como escritor. Me doy cuenta de que me va muy bien. Me dicen que van a reimprimir. Entiendo entonces que va bien. Pero eso lo pienso de otra manera. Todo lo que uno pone en la escritura, en la expectativa, es la gratitud que puede tener con gente como Florencia Cambariere, los pibes de (Ediciones) Godot, Victor (Malumián) y Hernán (López Winne), o Leila Guerriero cuando armó Fuga de materiales, el libro que salió en Chile. Hay con ellos una cosa de afecto… sigo mucho afectivamente al libro. Más que verme a mí en escena pienso en el otro. Quiero que a los libros les vaya bien porque hay una carga de afectos muy fuerte en los vínculos de quienes participan.

-¿Cómo te llevás con el egocentrismo del ambiente literario?

-No sé si soy egocéntrico. O no sé si tengo tanto ego que no lo veo… La verdad es que no lo sé. No tengo estrategia ni de retracción ni de demostrarlo. Deberían decirlo los demás, si es que me conocen. Mi mujer (Alexandra Kohan) escribió sobre eso: cada uno cree que el narcisista es el otro. No dedico mucho tiempo a pensarme en ésos términos.

-¿Estás escribiendo algún otro libro?

-Ahora estoy muy enchufado con la escritura de un ensayo sobre el teléfono. Es un disfrute escribirlo. ¡Qué bien la paso! El teléfono pensado en una clave teórica fuerte. Se trata de experiencias sociales concretas que uno ha vivido, como el teléfono público. Al escribir, recupero vivencias. Por ejemplo, Emma Zunz (Jorge Luis Borges) es un cuento que enseño en todos los cursos que doy porque me fascina. Y escribiendo este libro entendí en qué punto aparece el teléfono en ese cuento. En mi escritura aparecen también Tangalanga, Rafaella Carrá y la guía telefónica. Es un libro que me permite y me permitió conjugar teoría, percepción, experiencia, literatura, consumos culturales. No tuve teléfono en mi casa. Para hablar había que ir a lo de la vecina del fondo, Emita: 709188. Aparecen viejazos, como los cospeles. Cosas que hoy habría que explicarle a los pibes de 20 años. Pero los que dependíamos del teléfono público, si nos quedábamos sin cospeles no podíamos hablar. Me encanta en una misma semana haber escrito sobre Rafaella Carrá y Borges y Tangalanga; contar con la libertad de un ensayo que me permite combinar esa diversidad de objetos o frecuencias.

-Ahora hablame de Boca...

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PERFIL

Martín Kohan nació en Buenos Aires, en 1967. Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires. Es columnista permanente del diario Perfil. Ganó el Premio Herralde de Novela con Ciencias morales, llevada al cine en 2010. Otros de sus libros son Dos veces junio, Museo de la revolución, Ojos brujos, 1917, Cuentas pendientes, Bahía Blanca, Fuera de lugar, Confesión y Me acuerdo.

Desvelos de verano *

Por Martín Kohan

¿Qué sería del verano sin las moscas? Hay una hora bien definida, al empezar cada tarde, en la que ni una gota de viento sopla y las chicharras, alucinadas, les dan una somera tregua a sus gritos de desesperación. A esa hora el silencio sería absoluto, si no fuera por las moscas; la quietud del mundo a esa hora sería absoluta, si no fuera por las moscas. Daría lo mismo ver una foto que ver la realidad de las cosas. Pero están las moscas y zumban, se obstinan en esos giros alocados en torno de algo o en torno de nada. El sol lo seca todo, casi lo agrieta: el aire, el suelo, las ramas, las personas. Todo quema o podría quemar.

Esa clase de cosas estoy viendo, en esa clase de cos as estoy pensando, cuando de la casa que hay enfrente, la casa del otro lado, la única que alcanza a divisarse desde acá, surge limpia esa mujer. El verano es la estación de los cuerpos, nadie lo ignora y así es en todas partes; pero esa mujer sale desnuda al aire libre y esa audacia en un primer momento me desconcierta. Va y viene, alta y clara, por esa especie de jardín que tienen estas dos casas, por fin se agacha a levantar una manguera azul, abre una canilla, agita la manguera, el agua la empapa y la hace brillar, le subraya el estar desnuda, la vuelve más real y seguramente la alivia.

Echado como estoy en la reposera, con un vaso con hielo en la mano y el gusto de la soledad como evidencia, comprendo que no debo moverme (podría hacerme notar, podría dar a entender que me escapo). Acá me quedo, entonces, viendo, la mujer al aire libre, el paisaje de impudor. Hasta que, de allá enfrente, desde dentro de aquella casa, se oye la voz del tipo. La voz del tipo que la llama.

-¡Ema! ¡Ema!

Ella hace desaparecer el agua y deja caer la manguera al pasto, se estira al sol, toda entera, por última vez, y se mete dentro de la casa, donde nada se distingue. En seguida empiezan a oírse sus bramidos de mujer, más de poseída que de sofocada, con algunas palabras sueltas, alusivas y a la vez muy directas, exclamadas pero sucias, dejando saber, por si hiciera falta, la clase de cosas que ahí están pasando. Por fin se oye una queja o una felicidad brutal, desmesurada, y al cabo un silencio lánguido y caliente, en el que pueden adivinarse, ya que no sentirse, los jadeos que declinan.

No es para volver a verla, puedo jurarlo, que al día siguiente me acomodo en el mismo lugar, la reposera del fondo, con otro vaso y con otro hielo. Es mi hábito de la tarde en estos días de descanso y aislamiento, no veo por qué tendría que renunciar o escabullirme. No obstante, cuando ella aparece, tanto o más desnuda que ayer, porque ayer aún no la conocía y hoy, en cambio, ya sí, algo semejante a un encuentro convenido se produce, aunque no es convenido ni es un encuentro.

* Fragmento.