Una de las características de nuestro siglo es, sin lugar a dudas, la dislocación del tiempo respecto del espacio. En los tiempos antiguos, el tañido del campanario era la partitura de toda vida social. Los momentos para comerciar, para rezar o, menos frecuentemente, para el carnaval, eran dictados desde ahí. En nuestra época ya no estamos unidos a un punto: nuestra forma de vida es pocas veces en comunidad. Es que, a pesar de estar más conectados, estamos más lejos: articular estas distancias para pensar una acción social colectiva es cada vez más complicado. El celular no es más que un lejano gazapo del campanario. La simultaneidad es otra. Las llamadas son distintas.
Sin embargo, entre la aldea y la jaula de hierro, entre el campanario y el ringtone, hay en nuestras latitudes pobres, típicamente en diciembre, un sonido que llama a la sociedad argentina y la interpela como un todo. El fantasma de diciembre recorre todo el país. Es uno de esos entreveros de tiempo y espacio que evoca un caos que es también posibilidad de reinvención. Es que cada diciembre argentino se parece a lo que Alejandro Dolina dice acerca de los domingos, que son una promesa de felicidad que se rompe.
Los fantasmas aparecen cuando algo está mal enterrado. Los fantasmas tienen una tarea inconclusa, referida al mundo de los vivos: su ser radica en advertirnos que no se tendrá paz hasta que cambie la realidad.
El problema no es el fantasma de diciembre: es que el verdadero enero no llega.