“Esta era la casa de Juan Rodríguez Florencio”, explica Florencia Borsella. Hay documentación que lo demuestra. Se sabe que allá por 1574 a don Juan le fue otorgada una encomienda de indios. También que revistó como alcalde ordinario de Ibatín, cargo en el que rotaban los vecinos de la ciudad. La vivienda de don Juan es la primera que está saliendo con absoluta claridad a la luz, un hallazgo arqueológico que marca el camino de lo que puede venir; esa Ibatín soterrada y que pide a gritos pico y pala para mostrarse al mundo tal como fue.

Las primeras señales emergieron en 2011, durante la construcción del módulo que alberga el museo, muy cerca de la entrada al predio en León Rougés. Los trabajadores se toparon con una estructura y advirtieron que se trataba de algo grande, no las habituales piezas sueltas que aparecen en el terreno. Decidieron no tocar nada, tapar la zona, señalizarla, y seguir con el módulo unos metros más allá. Apropiada decisión.

Pasó una década y a la posta la tomó Borsella, arqueóloga y docente en la Facultad de Ciencias Naturales (UNT). Ella ató el destino de su tesis doctoral, beca del Conicet mediante, a la pasión que le despierta todo lo relacionado con el “mundo Ibatín” y la casa de don Juan es su pequeño universo privado. Un espacio delimitado por cintas que indican “no pasar”, en cuyo centro se dibujan los contornos de muros, habitaciones y puertas, a una profundidad de excavación de 80 centímetros.

En el antiguo mapa de la ciudad, con el clásico patrón de damero, la casa de don Juan se distingue a unas seis cuadras del río y a dos del centro neurálgico de Ibatín: el Cabildo, la Iglesia Matriz y la plaza. Hacia 1580 los vecinos eran 25, es decir propietarios de casas pobladas que sabían leer y escribir, cada uno con esposa, hijos, parentela ocasional, visitantes que nunca faltaban y, por sobre todo, indios pacificados y al servicio a partir del sistema de encomiendas. Por esa fecha, a fines del siglo XVI, en Ibatín había más de 3.000.

Mientras se mueve con cuidado en un terreno que conoce de memoria, Borsella va explicando cómo era la casa de don Juan, construida a imagen y semejanza de las viviendas de la época. Tenían cimientos de piedra, paredes de adobe y algunos detalles en ladrillo; pisos con baldosas y patio empedrado. La prospección indica que la de don Juan era de 20 x 6 metros, y que la parte excavada y a la vista corresponde mayormente a la cocina.

A medida que avanzaba en la antigua propiedad de don Juan, Borsella iba retrocediendo en los siglos. Es una de las impagables atracciones que propone el trabajo de campo en la arqueología, esa posibilidad de cruzar umbrales temporales mientras aparecen los registros. En su caso, fue con la forma de fragmentos de cerámica, ladrillos, tejas y mayólicas; clavos, fichas de juegos, carbón y huesos de animales. Legados de la más pura humanidad y de aquel día a día en Ibatín que vivieron don Juan y los suyos.

¿Cuál será el destino de la casa de don Juan? A Borsella la gustaría seguir excavando, proyecto que se topa con algunas dificultades por la presencia de un campo aledaño y por la envergadura del desafío. Hacen falta varias manos para afrontar la obra. De por sí, los cimientos rescatados ya forman parte de la oferta que Ibatín les propone a los visitantes. Habrá que dotarlos de señalética, protegerlos de la lluvia y del avance de la vegetación, y seguramente pensar más allá. Alguna clase de cubierta transparente tal vez, y -¿por qué no?- apostar por una maqueta que reproduzca la casa de don Juan, tal como era en 1574.

La historia no deja de ser llamativa. Rodríguez Florencio, hombre del Tucumán colonial del siglo XVI, queda unido por el destino con Florencia, joven arqueóloga del siglo XXI y nacida en la no tan lejana Concepción. Pero más allá de las curiosidades, Borsella destaca el valor de rescatar a Ibatín, espera que muchos más profesionales se interesen por el tema y sostiene que su aporte pasa por la reconstrucción de la ciudad desde lo arquitectónico. Por eso es tan importante la casa de don Juan y todo lo que representa en lo estructural y morfológico para el estudio de la antigua San Miguel de Tucumán.

Se le nota el entusiasmo cuando invita a un paseo por Ibatín y durante el recorrido por la Calle Real va señalando los lugares estratégicos de la ciudad. “Acá estaba la casa de Ñuño Rodríguez”, afirma apuntando a un rectángulo de monte. Y así sigue: la de Diego Castillo, la de Lázaro Morales. El alto es obligado frente a la imaginaria Iglesia Matriz, marcada por una cruz y una placa conmemorativa. Al frente se adivina la plaza y aparecen las piedras que representan las bases del Cabildo.

La travesía incluye la exploración de una zona dominada por la selva, con la compañía del guía Cristian Guaraz, en la que Borsella se interna lamentándose por no haber llevado un machete. Hubiera venido muy bien para apurar el paso entre ramas y malezas. Hasta que en plena espesura, entre hondonadas y bellísimos árboles que atajan el sol, Borsella dibuja las formas de otra casa. Ahí están los cimientos y los pequeños fragmentos de cerámica desperdigados a la vuelta. Una vivienda devorada por la naturaleza, pero que de alguna forma se ingenia para dar señales de existencia. Es, al mismo tiempo, la demostración de cuánto hay en el predio para buscar, encontrar, y poner en valor. Y de lo difícil que se adivina la empresa. Ese es, a fin de cuentas, el guante que Ibatín le está arrojando a la historia.