¡Sombra terrible de Sarmiento, no te evocaron! La voz tonante de Juan Facundo Quiroga resuena limpia en el ámbito festivo de la Plaza de Mayo y estremece el estuario del Plata.

Es el 25 de mayo de 2010. La Plaza de Mayo luce sus mejores galas para los fastos del Bicentenario y el frontispicio del Cabildo porteño sirve de pantalla para la proyección del video mapping conmemorativo donde se hará desfilar, por orden cronológico, a casi todos los próceres argentinos. A casi todos. El gran ausente es Sarmiento. Un grupo de argentinos encaramados en el poder, que el voto popular les confirió, decidió borrarlo de la historia.

En ese marco, multitudinario y celebratorio, la voz del Tigre de los Llanos, que había sido acallada el 16 de febrero de 1835, en un asesinato político que sigue lamentando nuestra patria, emerge de ultratumba, luego de tres cuartos de siglo, para parafrasear con deleite el inicio célebre del libro emblema de su primer biógrafo. El epíteto sarcástico tiene más de burla que de venganza. Después de todo, los que fueron enemigos irreconciliables en la tierra son ahora, en la eternidad, benignos espíritus errantes.

Mientras vivieron, sus cruces fueron escasos, tan pocos, como abundante fue el odio que se profesaban. Estuvieron a punto de encontrarse cara a cara, por única vez en 1831, en la batalla de Rodeo de Chacón, pero ante la inminencia de una derrota segura, bisoño en estas lides, el veinteañero Sarmiento decidió cruzar la cordillera para exiliarse en Chile. A su regreso, en 1836, Quiroga ya estaba muerto. Si tan separados estuvieron en la vida terrenal, hoy las cenizas de ambos, por esa mueca irónica que el destino se place en arrostrarnos, reposan a pocos metros en la señorial necrópolis de la Recoleta, tan lejos de San Juan uno, como el otro de La Rioja.

La fatuidad del relato

Hay en estas primeras líneas un ejercicio imaginativo, un esbozo que podría formar parte de un libreto de ficción, pero que sirve para reflexionar de modo sereno y desapasionado lo que la figura de Sarmiento representó y sigue representando para los argentinos.

El maniático y recurrente voluntarismo por querer reescribir la historia fue nuestro carácter distintivo allende los tiempos. Esta manía se exacerbó de manera exponencial durante el primer revisionismo. A partir de allí, la fatuidad por construir un relato donde la memoria sesgada, y no el hecho histórico, fue el pábulo preferido por aquellos que, anémicos por no asimilar la verdad, necesitaron nutrir su raquitismo faccioso aunque más no sea con desdorosas omisiones.

Eso sucedió, como no podía ser de otro modo, en los festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo en Buenos Aires. Allí en el blanco impoluto de las paredes del cabildo la gran mancha fue una ausencia. La decisión del gobierno de ocluir la memoria del cuyano no reparó en que el efecto paradojal haría justicia por mano propia. Fue así que la intencional elisión de Sarmiento de la fiesta patria fue enmendada por la reaparición inmediata de su figura en el imaginario colectivo de la gente. Desde su flagrante ausencia, en la pantalla, casi como un fantasma, asomó nítida la efigie de Sarmiento que con la prepotencia de su frente calva y sus ojos torvos miraba desafiante a todos desde el más allá.

Civilización o barbarie, acto primero

Sarmiento siempre nos interpela. Su trayectoria y sus pensamientos incomodan a unos y a otros. Fue desde sus inicios en el periodismo quien clavaba el escalpelo hasta los tuétanos sin reparar en el destinatario. En el Facundo dicta una divisa que todavía hace mella en la sociedad de nuestro tiempo. Su binarismo hecho frase, “civilización o barbarie”, nunca fue interpretado como corresponde o, peor aún, mal entendido. Como buen romántico fue idealista y sus utopías no dejaron de ser proyectos hiperbólicos. De allí que la civilización que él propugnaba contenía valores de no fácil consecución. Si pretendía la igualdad y el bienestar de los ciudadanos también abogaba por una franca apertura al mundo para crecer con el intercambio comercial y para compartir los adelantos técnicos y científicos que, como buen positivista, consideraba fundamentales para el progreso. Todo esto debía lograrse bajo la égida de una constitución que el país tardaba en dictar y en el marco estricto de unas instituciones republicanas que juzgaba indispensables para el control recíproco de los tres poderes.

Con la escritura del Facundo pudo auscultar los obstáculos que impedían concretar la patria de sus sueños y que, además, generaban un prototipo de individuo que él llamó “bárbaro”: la geografía del país con su planicie extensa, inexplorada e inculta; su falta de población; la disposición aislada de los habitantes en las zonas rurales y su constitución sociológica propensa al caudillismo eran rémoras que había que remover con urgencia. La excepción era Buenos Aires que, como ciudad cabecera del virreinato, cumplía con los requisitos básicos para que la considerara un foco de civilización a emular.

Para describir a los bárbaros tuvo en Facundo Quiroga su modelo y en Juan Manuel de Rosas su epítome. Pero su ícono de la barbarie fue el gaucho. Y ese error se lo hizo saber Alberdi. Porque en las ciudades también habitaban los bárbaros vestidos de levita. Pero ya era tarde.

El Viejo Vizcacha

Lo importante de Sarmiento es que sus planteos no fueron sólo teóricos. Se preocupó hasta el fin de sus días por las soluciones prácticas, contradiciendo su idealismo. Con la educación primaria quiso que los bárbaros dejaran de serlo para que compartieran las ventajas de ser ciudadanos de derecho y gozaran de las libertades civiles y, especialmente, de las políticas, hasta ese entonces (y por mucho tiempo más, hasta 1912) vedadas para quienes no formaban parte de la oligarquía que manejaba el destino de cada provincia. 

Pensó, además, que la inmigración, como política de Estado, iba a poblar la patria y a contagiar sus virtudes ciudadanas a nuestros nativos. Y de eso se arrepintió luego, cuando los que arribaron en los barcos atestados de miseria no cuadraban en el prototipo anglosajón que había imaginado. Esa percepción le costó cara; más aún cuando sectores interesados en el statu quo rosista quisieron ver entonces en la palabra “bárbaro” una significación con pátina de racismo. Y con esa carga todavía se lo sanciona.

La lucha que iniciara Sarmiento por construir una nación que tenga en las leyes el rasero que nos iguale a todos y que nos libre del despotismo es una batalla inacabada. Por ahora triunfan las preceptivas atrabiliarias que José Hernández versificó en su Martín Fierro, el libro que Lugones propuso como arquetipo y que le compite al Facundo la primacía del canon de la argentinidad. Allí se encuentran las normativas que una gran mayoría de ciudadanos de este país hizo suyas en desmedro de la letra constitucional; justamente, es en la “legislación” del Viejo Vizcacha en donde parecen sentirse más cómodos.

La limosna tartufiana

Claro que hay muchas ideas de Sarmiento que en la Argentina de nuestros días generan resistencia. Sobre todo en aquellos políticos que piensan que la democracia republicana es una “cáscara vacía”. Es el caso de los que abrazan el sistema caudillista-clientelar autoritario que nunca podrá tolerar que la pobreza se quiera erradicar de cuajo, como lo proponía el sanjuanino, mediante la educación en la libertad y el acceso al trabajo rectamente remunerado. Lejos de ello los populismos, de izquierda y derecha, prefieren asistir a los carecientes mediante una ayuda social cuya cuota sólo permite la subsistencia.  

La ayuda social del gobierno, con los llamados “planes sociales”, no es otra cosa que la sociedad de beneficencia por otros medios. Mientras esta es el trasunto, en acto, de la conmiseración y la expiación de la culpa; aquella es el uso político de la necesidad de quien para recibir una dádiva se convierte en cliente. Ninguna de las dos se propone erradicar el mal de raíz. No lo podrían hacer nunca. Si lo solucionaran, la primera perdería su razón de ser: la condición de buen benefactor; y la segunda su activo principal. En ambas, lo que prima son los intereses propios.

Para que quede claro, tanto los gobiernos populistas como la sociedad de beneficencia deben preservar la prerrogativa de autopercibirse superiores, ya que ambos parten de un mismo presupuesto: la limosna de la moralidad tartufiana.  Por lo tanto, la verdadera tiranía que sufre la pobreza es estar escindida del poder real que no es otra cosa que la soberanía individual que otorgan la educación y el acceso a la cultura. Participar de una canasta básica y acceder al materialismo consumista no es sino condenar a los pobres a la vida vegetativa, sólo a durar. Y vivir no es durar. Comer y votar cada tanto no es ejercer la ciudadanía plena. Así los pobres podrán ser habitantes, clientes políticos, a lo sumo; pero, ciudadanos, jamás.

La enfermedad actual

La Argentina de la hora actual padece una enfermedad que repitiendo síntomas viejos parece nueva. La fisura política nos obliga a colocarnos en uno de sus dos falsos hemisferios. Cada bando parece vivir en un país diferente, donde el mejor de los mundos es el propio. Pero además, y esa es la enfermedad, no pueden dialogar porque responden a idiomas distintos. Para los que están de un lado, los del otro son extranjeros. Y viceversa. Pero no tan sólo no entienden lo que hablan los otros, sino que tampoco viven ni piensan como ellos. Precisamente, la Grecia Clásica a los que no hablaban, ni vivían, ni pensaban como helenos los designaba bárbaroi, bárbaros.

Si Domingo Faustino Sarmiento se levantase de la tumba, y se valiera de la acepción griega original, encontraría un país poblado íntegramente de bárbaros.

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Por Jorge Brahim - Editor y escritor.