La campaña de renovación parcial del Congreso de la Nación transcurre en una frecuencia modulada que de vez en cuando es interceptada por una sintonía que denuncia que los contendientes de ese proceso democrático pertenecen a una “casta política” sólo interesada en su autoconservación. Este ruido suena cada vez más con mayor intensidad, y de hecho forma parte del repertorio de consignas infaltables de los que se presentan como “figuras nuevas” o distintas “a los de siempre”, entre ellos el precandidato libertario Javier Milei. En el lanzamiento de su lista, el 7 de agosto, el economista y muy influyente actor de las redes sociales plantó el lema “Ellos contra Nosotros”, y se comprometió a “derrumbar el modelo defendido por la casta política” y a dar “una patada en el culo” a los dirigentes que empobrecieron al país.
La propuesta de que “se vayan todos” no es nueva en la Argentina, por supuesto. Ese reclamo de 2001 dio inicio al ciclo de transición que desembocó en la llegada del apellido Kirchner al Gobierno nacional. Entre saqueos y cacerolazos, nacía otro orden de poder, aunque no necesariamente este entrañaba un cambio estructural en las prácticas de mando que habían desencadenado la indignación de la sociedad y erosionado la autoridad pública.
¿Qué es lo que impulsa ahora a culpabilizar a la dirigencia en bloque? Los politólogos hacen referencia a un combo de razones en el que la coyuntura de crisis económica potenciada por la pandemia y de inestabilidad regional en un mundo de intercambios digitales acelerados con efectos impredecibles se combina con fenómenos antiguos, como el debilitamiento de los partidos políticos, el personalismo y el déficit de legitimidad de los representantes. Estas patologías se manifiestan en el peso de las relaciones familiares en el acceso a los cargos públicos, el auge de las candidaturas testimoniales y la desigualdad ante la ley.
Escasez de ejemplos
El escándalo bautizado “Olivosgate” desnudó ese plano donde las reglas valen para el resto, pero no para quien las dicta. El presidente, Alberto Fernández, no es el primer ni el único gobernante cuestionado por violar las restricciones que impuso con motivo de la covid-19. Antes de la difusión de las imágenes de la fiesta de cumpleaños de la primera dama, Fabiola Yáñez, en la residencia presidencial había habido una pila de transgresiones similares por parte de políticos que con ceño preocupado advertían que iban a ser implacables con quienes violaran la orden de aislamiento.
En Tucumán sin ir más lejos hubo comidas y reuniones promovidas por las propias autoridades que en un punto sólo generaron desaprobación mientras la Policía y el sistema judicial informaban actuaciones récord para sancionar a los ciudadanos que habían vulnerado el confinamiento dispuesto por Fernández.
La percepción de que gobernar implica participar de un grupo al margen del orden jurídico, que disfruta de privilegios y no sufre los sacrificios de “las personas comunes”, se ve refrendada en términos generales por la realidad de una institucionalidad que castiga a “los perejiles” y garantiza la impunidad de “los peces gordos”, no importa qué hayan hecho, siempre y cuando conserven el poder.
Como ocurrió en tantos otros ámbitos, el coronavirus potenció la brecha de responsabilidades y el déficit de conductas ejemplares. Un preaviso del “Olivosgate” había sido el “Vacunatorio VIP”, que puso fin al desempeño de Ginés González García al frente del Ministerio de Salud. Pero en casi todas las provincias -incluida Tucumán- hubo quienes aprovecharon sus contactos y posiciones de poder para saltearse la fila de la inmunización: otra vez, la “picardía” no tuvo consecuencias, como si fuese natural que los que manejan el Estado y sus entornos sean inoculados en primer término.
Importa saltar
Ya en el turno electoral nacional de 2019 había llamado la atención cómo en las boletas aparecían esposas, parejas, hijos, hermanos, y otros parientes de funcionarios y sindicalistas. La preponderancia de estas relaciones casi no admite excepciones: se observa en el oficialismo, pero también en la oferta de fuerzas de la oposición. La tendencia se acentuó en 2021 en distintas jurisdicciones donde, otra vez, se destaca Tucumán.
La particularidad en esta instancia en la provincia es que a la presencia de familiares en la misma boleta se suma la de las principales autoridades electivas, desde el gobernador y el vicegobernador hasta los intendentes de las ciudades más importantes, que aún tienen dos años de mandato por delante. Semejante panorama indica que para llegar al Congreso es clave ser familiar de los caciques políticos que arman las listas, y que los que están en el poder buscan ganar y saltar de puesto en puesto más que cumplir un programa de gobierno.
La candidatura testimonial luce completamente naturalizada, lo mismo que el nepotismo. Esta dinámica de ocupación simultánea y clánica de espacios y funciones públicos desde luego repercute en la calidad institucional, e incrementa la sospecha de uso partidista de las estructuras y presupuestos estatales.
¿Hay una casta?
Las dificultades crecientes para entrar en la arena política, ya sea por el establecimiento de barreras de sangre o económicas, como puede ser el costo elevado de una campaña electoral, o por ausencia de mecanismos de depuración, como la impunidad de la corrupción, ¿son suficientes para hablar de casta? Un ensayo estupendo del jurista español Juan Ferrando Badía, “Casta, estamento y clase social”, recuerda que la existencia o no de movilidad resulta determinante para ofrecer una respuesta.
“La casta es un sistema de estratificación cerrado: se ingresa a la casta por la puerta del nacimiento y se sale de ella por la de la muerte”, refiere el autor en el texto disponible en la web. Y añade que siempre que el nacimiento determine el estatus; siempre que el color de la piel, el origen étnico, la religión o el “nombre” atribuyan automáticamente a alguien un cierto prestigio o privilegio especial, o unas desventajas sociales especiales, se estará en presencia del principio de casta.
Sin caer en extremos como el de las castas de la India o de la organización social de la Europa medieval, el jurista observa que el concepto puede, hasta cierto punto y en diferente medida, ser aplicado a cualquier sociedad normalmente constituida, incluso las occidentales.
La casta se desintegra cuanto mayor es la igualdad de oportunidades y más limpia la competencia. El sistema electoral argentino exhibe grandes espacios para mejorar y crecer en el sentido de ampliar la participación y los controles, y de transparentar la contienda política, según coinciden las investigaciones en este campo, pero todavía admite ciertos movimientos y renovaciones que permiten poner en cuestión el orden político establecido sin acudir a la violencia. Pero eso no quiere decir que la dirigencia no esté cada vez más replegada sobre sí misma, ni que no busque permanecer vigente o expandirse a costa de abusos, de degradaciones y de escamotear aún más la escueta rendición de cuentas.
La falta de solución para los problemas económicos de larga data, y el incremento de la pobreza y de la criminalidad tensionan a un electorado que se ha desilusionado demasiadas veces, y que ahora enfrenta, además, el riesgo de que echar a los dirigentes conocidos, como propone Milei, implique quedar a expensas de autoridades “antipolíticas” todavía menos escrupulosas y preparadas de la misma escuela de improvisados que catapultó a Jair Bolsonaro y a Donald Trump.
En 2001 hubo un clamor y un mandato popular de reforma de la política: si aquella ocurrió, se quedó a medias o se agotó. Dos décadas después de aquel estallido han regresado ciertas reminiscencias del desencanto y desasosiego generalizados, incluida la imagen del aeropuerto internacional de Ezeiza como horizonte de posibilidades, en especial para los jóvenes que heredaron las frustraciones de sus padres y pretenden “no repetir la historia”. Un interrogante es cómo impactará en el voto este malestar con los dirigentes reflejado en las encuestas que miden opiniones y estados de ánimo. La otra pregunta es qué pasará con esta insatisfacción después de las elecciones, y si habrá líderes dispuestos a asumir las críticas, y a propiciar acuerdos de bien común y republicanismo que devuelvan el prestigio y la credibilidad a la política.