A la mañana siguiente le entregaron un vestido verde oscuro de manga larga y unos pantalones blancos de algodón. Afsun le dio un hiyab verde y un par de sandalias a juego.

La llevaron a la estancia de la larga mesa marrón, pero ahora en el centro había un cuenco de almendras garrapiñadas, un Corán, un velo verde y un espejo. Sentados a la mesa había dos hombres a los que Mariam nunca había visto —testigos, supuso— y un ulema al que no conocía.

Yalil le indicó la silla en que debía sentarse. Su padre llevaba un traje marrón claro y corbata roja. Se había lavado el pelo. Cuando apartó la silla para que Mariam se sentara, trató de animarla con una sonrisa. Esta vez Jadiya y Afsun se sentaron a su lado.

El ulema señaló el velo y Nargis cubrió la cabeza de Mariam con él antes de sentarse. La muchacha bajó la vista y se miró las manos.

—Ahora puede decirle que entre —indicó Yalil a alguien.

Mariam lo olió antes de verlo. Desprendía un efluvio a tabaco y a una colonia fuerte y dulzona, muy distinta del sutil aroma que desprendía su padre. El olor le anegó los orificios nasales. De reojo y a través del velo, vio a un hombre alto, de grueso vientre y hombros anchos, que se inclinaba para pasar por la puerta. Su tamaño estuvo a punto de hacerle soltar una exclamación ahogada, y tuvo que apartar la mirada con el corazón latiendo desbocado.

Aun así, percibió que el hombre se demoraba en la puerta. Luego sintió sus pasos lentos y pesados en la estancia. El cuenco de almendras tintineaba al mismo ritmo. Con un ronco gruñido, el hombre se sentó en una silla al lado de Mariam. Resollaba.

El ulema les dio la bienvenida. Dijo que aquél no iba a ser un nikka tradicional.

—Tengo entendido que Rashid aga tiene billetes para el autobús de Kabul que parte en breve. Así pues, para ahorrar tiempo, pasaremos por alto algunas de las partes tradicionales y terminaremos antes.

El ulema pronunció unas cuantas bendiciones y dijo unas palabras sobre la importancia del matrimonio. Preguntó a Yalil si tenía alguna objeción que hacer en contra de aquella unión y éste negó con la cabeza. Luego el ulema preguntó a Rashid si realmente quería formalizar el contrato matrimonial con Mariam. Rashid contestó que sí. Su voz áspera y ronca recordó a Mariam las hojas secas del otoño al crujir bajo las pisadas.

—Y tú, Mariam yan, ¿aceptas a este hombre como marido? Ella no respondió. Se oyeron carraspeos.

—Sí acepta —intervino una voz femenina desde otro lado de la mesa.

—En realidad —objetó el ulema—, tiene que contestar ella. Y debe esperar a que yo se lo pregunte tres veces. Es el hombre quien la pretende, no al revés.

El ulema repitió la pregunta dos veces. Al ver que Mariam no respondía, la repitió una vez más y con más fuerza. Mariam notó que su padre se agitaba en su silla, que cruzaba y descruzaba los pies bajo la mesa. Hubo más carraspeos. Una mano blanca y pequeña limpió una mota de polvo de la mesa.

—Mariam —susurró Yalil.

—Sí —dijo ella con voz temblorosa.

* Fragmento.