El debate de esta noche tiene múltiples dimensiones. Por un lado, es una buena noticia para la calidad institucional. La democracia es, necesariamente, coral. El Estado se define por el monopolio de la fuerza, pero de ninguna manera puede pretender el monopolio de la palabra. El Estado democrático soluciona los conflictos por la vía del consenso. La democracia es un gobierno consentido. Y aquellas diferencias que no pueden encontrar un punto de acuerdo se resuelven en las urnas. Nos seguimos tomando la molesta de organizar elecciones (para decirlo en los términos del lúcido Adam Przeworski) con la finalidad de resolver los desacuerdos de la sociedad, y de sus representantes, con libertad y con paz social.

Por otro lado, el debate es un tributo a la ciudadanía. En la modernidad, la autoridad de los que gobiernan (para ponerlo en los términos del imprescindible Max Weber) no deriva de la tradición ni de carismas heroicos o religiosos, sino de la razón. De modo que decirle a la cara a la sociedad cómo se planea representarla en el Congreso permite que los tucumanos tomen decisiones informadas. Desde ese punto de vista, que los precandidatos del oficialismo acepten exponer propuestas y diferencias (como la semana pasada lo hicieron los postulantes de Juntos por el Cambio) representa un primer acierto por parte de los contendores.

Claro está, hay un tercer aspecto, no tan altruista, pero idénticamente legítimo: la lucha por el poder. La disputa se da dentro de los carriles previstos por las leyes, lo cual torna genuina la pelea. Eso no quita que la lid esté desprovista de condimentos menos formales. Todo por el contrario. Y el caso tucumano está saturado de condimentos mundanos, que lo asemejan a un verdadero expediente de divorcio político. Esas especias le darán el verdadero sabor a la discusión de esta noche.

El divorcio entre los socios que vienen gobernando la provincia desde 2015 no es civilizado. Es una ruptura a cara de perros. Hasta aquí, lo que los tucumanos vienen presenciando es una traumática división de los bienes, a los gritos, y a la vista de todo el barrio. El 8 de marzo, el vicegobernador Osvaldo Jaldo sentó un ombudsman distinto que aquel que quería el gobernador Juan Manzur y la convivencia llegó a su fin. Lo primero en dividirse fue el bloque, pero todavía sigue habiendo mudanza de parlamentarismos de la bancada Justicialista de Todos a la de Lealtad de Peronista. Y el jaldismo, como quien le arroja por la ventana la ropa al que se va, desvistió de contratados a los manzuristas y se los dejó en la puerta.

Después, vino la sangría de “amigos”. La Casa de Gobierno encolumnó a la mayoría de los intendentes y de los comisionados rurales. Y en la Legislatura decidieron que ya no mirarían al costado frente a las arbitrariedades de los Ministerios. Comenzó, en ese instante, la temporada de pedidos de informes y reclamo de explicaciones.

Ahora toca el turno de la primera audiencia pública en que las dos partes estarán frente a frente. Y la una y la otra juegan hoy mismo sus mejores cartas. El manzurismo será representado por la figura que, según las encuestas de Hugo Haime, es la que “mejor imagen” encuentra entre los tucumanos: la ministra de Salud Rossana Chahla. El jaldismo presenta nada menos al propio Jaldo, uno de los dos hombres con mayor poder político de Tucumán.

Unos y otros llegan luciendo ventajas y desventajas.

El vicegobernador es un hombre que se subió al escenario de la política con el retorno de la democracia. Tiene casi 40 años en los más diversos cargos políticos: desde los electivos hasta los de funcionario, en el Poder Ejecutivo y en el Poder Legislativo. Son casi cuatro décadas de elecciones. Como candidato, cuatro décadas de triunfos. Como político, cuatro de décadas de debates.

Como desventaja, soporta también el desgaste y el pase de facturas de semejante rodaje. Y, en materia de divorcio político, una de las tareas más difíciles que enfrenta (él y todo miembro que da por terminada una relación) es explicar convincentemente cómo es que aquel socio ideal, junto con el que tantos desafíos enfrentó y junto con el que tantos proyectos encaró, de la noche a la mañana se convirtió en “el peor de todos”.

A ello se suma un tercer elemento: su contendiente es mujer. De modo que el vicegobernador, que viene sacando lustre a la chapa de “malevo” en la pelea interna contra el gobernador, no podrá jugarla de “guapo” ante la ministra. Esta noche, si se enoja, pierde votos.

Chahla no es nueva en el ejercicio del poder, pero desde lugares más bien técnicos. Y a juzgar por el hecho de que el representativo Sindicato de Trabajadores Autoconvocados de la Salud se la tiene “jurada”, se ve que la ministra no ejerció el poder con las mejores maneras políticas.

Contra la desventaja de compulsar ideas contra un político experimentado, tiene a favor el hecho de que su figura no ha soportado la erosión social que sí padece buena parte de los políticos del oficialismo en tiempos de crisis socioeconómica como la actual. Por el contrario: a ese cuadro no se sumó una crisis sanitaria. Justamente, el ritmo de la campaña vacunatoria, de la cual ella ha sido uno de los rostros más visibles, es uno de sus activos más importantes.

El “pero” que le cabe a la ministra, sin embargo, radica que el resto de los indicadores sociales tucumanos no son tan halagüeños como la estadística de tucumanos inmunizados. Será todo un desafío afrontar el diagnóstico de las “pandemias” sociales que castigan a Tucumán. Tan complicada es la coyuntura provincial que el eslogan de la campaña que la tiene a ella como protagonista es “Construyendo futuro”. Y en un rato, nomás, van a interpelarla sobre el presente.