Una medalla olímpica es la cima de la pirámide del alto rendimiento. No se puede llegar más alto en el deporte, lo que da una idea de lo empinado del camino que conduce al podio. Es que detrás de cada medalla confluyen el talento, el trabajo, el sacrificio, la infraestructura y la inversión, una ingeniería desarrollada a lo largo de años. Se refleja fielmente en las tres conquistas de Argentina en Tokio: el hockey, el rugby y el voley se alimentan de ciclos ininterrumpidos que llevan décadas. No hay nada de casual allí. Y el hilo conductor entre esas tres medallas son los clubes, el motor que históricamente alimenta nuestro deporte, una plataforma que corre serio riesgo porque desde hace años lucha contra la indiferencia y el descuido.

El medallero de Tokio muestra a Argentina empatada en el puesto 72 con San Marino, un enclave en territorio italiano de 61 kilómetros cuadrados y 33.000 habitantes, famoso por su carrera de Fórmula 1. La cosecha fue idéntica (San Marino ganó plata y un bronce en tiro, y el restante bronce en lucha). Es un buen ejemplo para explicar que las realidades sociales, políticas y económicas de los países no se acomodan al medallero del mismo modo que los índices de desarrollo. Finlandia y Lituania ganaron apenas dos medallas, pero su población goza de una calidad de vida muy superior a la de numerosos países que los superan en la clasificación olímpica, Argentina incluida.

De lo que se trata es de fijar prioridades y de articular políticas de largo plazo antes de hablar de deporte de alto rendimiento. En primer lugar, que la sociedad adquiera hábitos saludables: menos sedentarismo, incremento de la actividad física, una alimentación adecuada.

Es un proceso que necesariamente debe iniciarse en el sistema educativo y que requiere cambios de fondo. Por ejemplo, que educación física pase a llamarse calidad de vida. Esa materia en la que niños y adolescentes ensayan rudimentos de unos pocos deportes, por lo general a las apuradas y con escasos elementos, podría transformarse en una clase en la que aprendan a cuidar y a respetar el cuerpo, desde la higiene hasta la nutrición. Y agregar la práctica deportiva con una orientación mucho más específica, de acuerdo con las características de los alumnos. La materia prima -profesores calificados- está, las decisiones tienen que ver con lo pedagógico, tanto de los planes oficiales como de escuelas y colegios.

Al siguiente escalón lo conforman los clubes, el semillero natural del deporte argentino. Muchas veces se subrayó lo importantes que son para el tejido ciudadano. La función social que cumplen, como aglutinadores de la comunidad, agentes de la pertenencia comunitaria y segundo hogar para el núcleo familiar, merece otra clase de respaldo, tanto del sector público como del privado. ¿En qué lugar pueden estar mejor los jóvenes que en el club, practicando deportes, o dedicados a actividades recreativas y artísticas? Lamentablemente los clubes viven asfixiados, afrontando gastos imposibles de cubrir con la cuota social, compitiendo en inferioridad de condiciones con las pantallas omnipresentes en los tiempos que corren.

Una vez consolidada esa base -población sana, educación de calidad, clubes vivos y florecientes-, la captación de talentos deportivos tendrá otra dinámica. Y a esos talentos se los apoya con infraestructura para que se entrenen y se desarrollen, y con inversión para que compitan con los mejores. Después de todo este recorrido podremos mirar al medallero con otras aspiraciones. Referencias para imitar sobran; por caso, nuestros vecinos brasileños marcan el camino. Iniciaron hace años un plan de desarrollo integral y en Tokio se alzaron con 21 medallas, siete de oro.