Cuándo éramos niños, mi madre nos llevaba al dispensario de Villa San Cayetano, a vacunarnos sin consultarnos nada; si no llorábamos, de vuelta nos compraba un chupetín. Cuando hice la colimba, sin preguntarme, nos sentaron en un banco largo y de a 20 juntos, con la misma aguja, nos vacunaron con la "Mantú", en la espalda. Anduve tres días "ladeao", me dolían hasta los cabellos. Nos “incentivaron”, quedándonos, esos días en la cuadra, encogidos. Y llegó el maldito virus, desparramando tragedia, dolor y muerte; empezó la historia de las vacunas, con la desesperación para que lleguen; llegaron las primeras y ya nos matábamos por conseguir una. Gracias a Dios, o a Putin, a Alberto, a Manzur, a Rossana Chahla o al Vacunatorio del 911, ya me puse las dos dosis de la vacuna rusa Sputnik, y no me incentivaron con whisky o vodka y no salí bailando Kasaschof ni hablando en ruso. Y no me morí, aguanté. Ahora a algunos treintañeros hay que incentivarlos ofreciéndoles bebidas alcohólicas para que se vacunen. ¿Por qué? Yo estoy de acuerdo con que marche un DNU, obligatorio para hacer cualquier trámite en oficinas públicas, para ingresar a bares y lugares con asistencia de público y para cobrar los planes sociales, que solo lo puedan hacer mostrando el carnet de vacunación. No coartan su libertad de hacer lo que les plazca, pero preservamos la vida de los demás. Señores, no seamos inconscientes ni provoquemos la ira divina; existen lugares que claman por una vacuna y nosotros la despreciamos. Después ya no hay vuelta atrás, el tren pasa una sola vez. El que no subió perdió.

Francisco Amable Díaz


franciscoamablediaz@gmail.com