Una pintura, una novela y una película abren el mundo, producen sentido a partir de lo que existe. El cine de Hitchcock, la música de Wagner y la escritura de John Banville hacen que el mundo sea mejor. El compositor, el director y el escritor son seres de carne y hueso que, como decía Hume, están atravesados por las pasiones antes que por la razón y que, precisamente por eso, cometen exabruptos o pueden cometer crímenes. Los creadores producen obras y luego estas adquieren una cierta autonomía no prevista por los autores. En este sentido, los artistas pueden ser deleznables y sus obras no son necesariamente deleznables.

Viaje al fin de la noche, el libro del afamado irracionalista Louis Ferdinand Céline, es un caso paradigmático. La oscura y profunda novela merece la pena de ser leída a la par que el nazi Céline debe ser condenado. No creo que las cosas sigan un patrón de identificación: una mujer aborrecible produce una obra aborrecible. En la historia de las ideas y de las producciones artísticas asistimos a casos en los que la figura de carne y hueso es absolutamente despreciable y la pieza creativa merece ser rescatada.

Los medios de comunicación provocan un acelerado proceso de impugnación que ya es un lugar común: destruir a alguien que se sale del patrón de lo políticamente correcto. Lo peligroso es que el esmerado control de corrección se convierta en un tipo de fascismo: la caza de brujas.  No deja de ser curioso que se tome a la política -la corrección política- como modelo de cancelación siendo esta una de las producciones más ligadas al cinismo y a la negación del otro. En todo caso, sospecho que podríamos pensar que la fiebre por lo correcto corre como un tren de la época. Dentro de cien o doscientos años (la mayoría de nosotros no estará) habrá otros modos de concebir ciertas actitudes de los artistas (o no). Y la cultura generará otros parámetros de elogio o de olvido de una obra.  Lo que hoy aborrecemos será visto con amor y lo que en el mañana sea leído como inadmisible hoy es visto como meritorio (1).

Existen dos tipos de moralistas: los que piensan que su ética es válida hoy y sólo vale para su tiempo y los que creen que su tabla de valores es eterna y está más allá de la historia. Creo que es mejor desconfiar de nuestros criterios de moralidad a la hora de juzgar las piezas literarias o artísticas.

Hitler fue un líder político y un artista mediocre. ¿Qué hubiera ocurrido si hubiese sucedido lo contrario, es decir, si Hitler hubiera sido un gobernante menor y un artista genial? Si hubiera ocurrido lo segundo, podríamos reivindicar la obra notable de un artista brillante y rechazaríamos sus ideas políticas. Está claro que yo rechazo los crímenes de Hitler y no recuerdo sus pinturas. A su vez, considero incorrecto juzgar una obra solo por las ideas del artista. Es cierto que este fenómeno tiene un límite: si la obra ofende o destruye las vidas humanas, en ese caso debemos rechazar la pintura al igual que al artista. Pero si se da el caso de una pieza notable perpetrada por un escritor o director que no piensan como yo en la arena pública, no veo la razón para eliminar del mundo la producción de un artista que no comparte mis pensamientos políticos. En ese caso, deberíamos olvidar a Platón, Aristóteles y otros por su elogio de la esclavitud y de la misoginia. Tampoco deberíamos escuchar canto gregoriano después de las atrocidades cometidas por la Iglesia Católica durante la Inquisición. Felizmente, esto no cuenta para una parte del planeta.

Nota:

1.- Los comportamientos humanos son inevitablemente éticos. Las obras artísticas exceden la ética. Proponen valores éticos pero van más allá de ese suelo. No es necesario medir la producción de sentido de una obra solo por su posibilidad ética. Si hiciéramos esto deberíamos eliminar toda obra que no concuerde con nuestros juicios y eso implicaría borrar la mitad de las obras artísticas. Reducir una obra de arte al campo de las valoraciones éticas es simplificar la apertura de sentido y la creación de mundos de las artes. Exigir que las obras artísticas se ajusten a una determinada demanda ética implica negar la potencialidad formal y semántica de las artes.

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Fabián Soberón - Novelista, ensayista, crítico de cine.