Por José Claudio Escribano para LA GACETA / LA NACIÓN.
Al cabo de la más que centenaria, espléndida, pródiga y fructífera vida damos hoy el último adiós a la dama que perduró en la longevidad sin que amenguaran los rasgos esenciales de su elegancia clásica.
La Sábana, como afectuosamente la piropeaban desde el siglo XIX, se va, y deja confiado el despliegue en los siete días de la semana de nuestras informaciones, comentarios, editoriales, entretenimientos e ilustraciones al joven gallardo que la sucede. El destinatario de tal privilegio es dinámico, ágil y de moderno espíritu.
Se lo conoce en entrecasa, y en la jerga del oficio, como El Berlinés, justo en un diario tan porteño de derecho y de revés. Menos alto, más angosto y compacto que su predecesora, y más elástico y manuable, cuyas virtudes la inmensa mayoría de los lectores ha celebrado desde hace algún tiempo. Para decirlo con la precisión que esperamos de nuestros cronistas: desde el 31 de octubre de 2016.
Debía ser un enamorado desde antiguo de La Sábana quien rindiera las honras fúnebres en el instante de la inevitable y morosa despedida. Enamorado de su silueta. Rendido por las líneas generosas que La Sábana entregaba para el renovado arte del diseño y la diaria y compleja diagramación, que son como la ciencia básica y la ciencia aplicada aunadas en la hechura de un diario consagrado internacionalmente por el esteticismo de la presentación. El resultado de tal desvelo se traduce en la obra artística que arropa día a día a un sinnúmero de textos e ilustraciones.
Ese crédito visual se acondicionó una y otra vez en concordancia con las rumbosas modas que prevalecieron para la imagen en las etapas sucesivas de La Nación. Las mudanzas se han hecho siempre sin afectar un ápice lo que en La Sábana se organizaba hasta constituir una grácil figura familiar en todos los ámbitos de la República. La Sábana fue tan generosa en proporciones que cada uno de sus pliegues -en sentido estricto, páginas- podía constituirse en sí mismo en formidable multimedia.
Hoy, se adelanta con pesarosa firmeza, para despedirla en el momento de la partida definitiva, quien reivindica, en nombre de seis o siete generaciones de argentinos, la admiración que despertó el porte de la que tan bien, y con tal dignidad, sobrellevó al final el peso de los muchos años y de los caprichosos albures del tiempo que le tocó vivir. Lo hacemos sin melancólica tristeza ni ceguera: sabemos bien que, si hubiera apuestas, el mozo que tomará la posta de La Sábana en la completa gama hebdomadaria, ganaría por cifras rotundas en la aceptación generalizada.
Es, pues, un ejemplar histórico el que el lector tiene ahora en las manos. Guárdelo, algún día será reliquia. Como aquellas otras hojas que La Nación editó entre 1886 y el 31 de diciembre de 1893. Sobre ellas podrían superponerse -¡oh, sí!- dos páginas del formato grande que a partir de esta jornada desaparece por entero, y sobraría todavía algún espacio libre para más contenidos periodísticos o avisos.
En aquellos siete años del siglo XIX La Nación se imprimía en hojas de 94 centímetros de alto -¡casi un metro!- y 61 centímetros de ancho. Exigían un tórax dilatado y brazos suficientemente alongados para que la sensualidad despuntada por La Sábana en la yema de los dedos que la asían se ofreciera en plenitud al contemplársela de par en par abierta.
Destino singular el de esta dama que nunca fue más ansiosamente requerida que entre 1951 y 1955, cuando su cuerpo magro, de apenas seis costillas, retozaba de hogar en hogar, en ese culto pagano, pacífico y silencioso que propendía a sortear las limitaciones impuestas por una dictadura popular al número de páginas y al número de ejemplares del periódico desafecto. Destino singular, igualmente, el de esta dama que cargó sin chistar el sobrepeso de los años de bonanzas publicitarias, como los que le confirieron renovados bríos y derritieron de emoción agradecida a gerentes comerciales y financieros en la última década del siglo XX. Fue cuando los Kirchner proclamaban a Menem como el mejor presidente que había habido en la Argentina. Apreciación harto discutible, desde luego, de la que después estos abjurarían como si nada hubieran dicho.
Aún en sus medidas más reducidas de los siglos XX y XXI, La Sábana suscitó la asombrosa metáfora contenida en la carta de un suscriptor de La Nación, de mediados de los sesenta: “Señor director: mi departamento es demasiado chico para que pueda leer su diario dentro de él. Haga algo”.
La Administración de la empresa, ducha ya en aquellos tiempos en que Mitre aún vivía sobre cómo lidiar con gravámenes inconstitucionales, había dispuesto atenerse a la doctrina de la prensa británica frente a una inopinada y arbitraria decisión del gobierno de Marcos Juárez Celman. Se cobraría en adelante un impuesto especial, hizo saber el gobierno del cuñado del general Julio A. Roca, por cada hoja periodística que fuera publicada.
En consonancia con lo que habían resuelto los diarios del Reino Unido en momentos en que los gobiernos de la Corona impusieron en el siglo XVIII sucesivas actas estableciendo una gabela fija por página, La Nación postergó en 1886 la decisión interna, prácticamente tomada, de aumentar el número de páginas de sus ediciones. Aumentó, en cambio, el tamaño de las hojas.
Surgió de esa confrontación la auténtica Sábana, la que terminó por adosar el simpático nombre, nacido del agudo ingenio popular, a los ejemplares publicados desde 1870 y a los que se publicarían después, hasta esta memorable jornada del 4 de abril de 2021. Pero Sábana, la verdadera sábana, fue aquella de proporciones inauditas por lo gigantescas, que circuló durante siete años del siglo XIX, y no la que silenciosamente asumió el apodo, de tan grato e íntimo y cálido cuño protector, hasta el adiós que hoy le impartimos.
La revolución de 1890 había sido vencida, pero el gobierno quedó muerto, como proclamó en el Senado de la Nación Manuel Pizarro: Juárez Celman renunció, lo sucedió el gringo Carlos Pellegrini. Vino luego Luis Sáenz Peña y, al morir este y ya con su sucesor, José Evaristo Uriburu, en el gobierno, La Nación abandonó las dimensiones monumentales de las que había hecho una bandera en las inacabables luchas tributarias entre el Estado y la sociedad civil.
Pasó de tal forma el diario a contar, desde los albores de 1894, con ocho páginas, en vez de cuatro. Dirigiéndose entonces a sus lectores, el diario explicó: “… Pero la gran página de LA NACION, típica en el periodismo argentino y tal vez en el universal, incorporada a la historia de un importantísimo período de nuestra vida nacional, tenía necesariamente que desaparecer, más temprano o más tarde, por grandes que fueran sus títulos”.
Y, en las dos líneas finales del parte con el anuncio de la defunción de aquel formato colosal, el redactor de turno dijo lo que nosotros podríamos decir hoy en la hora grave de otra despedida: “… La mata, pues, a la gran página su propio progreso”. Es verdad. En este caso, la transformación final ha sido, principalmente, tarea fecunda del dinamismo de las tecnologías electrónicas.
La Nación ha entendido que debe sincronizar en una sola dimensión las medidas del diario de papel que brindan cabida a la calidad de sus contenidos periodísticos y objetivan la razón más profunda de su continuidad en más de un siglo y medio, y la confianza en el porvenir que en grado superior la tonifica. Lo hace en circunstancias en que su circulación gráfica nacional se encuentra manifiestamente más atemperada que en el pasado, como la de los otros colegas de la Argentina, como la de los otros colegas del mundo.
Mientras tanto, La Nación escala a cumbres inimaginables hasta hace poco en el número de las suscripciones digitales que la vinculan con millones de gentes de aquí y del exterior. En ese factor estratégico anida uno de los motivos esenciales de la fervorosa esperanza de este diario en la prosperidad de su futuro. A fortalecer ese punto vamos.
Este es, pues, el último, entre los números que La Nación ha editado como La Sábana desde hace más de 151 años; exactamente, desde el 4 de enero de 1870. Así conocieron, así se familiarizaron y así quisieron a La Nación generaciones de argentinos y de lectores en español de todo el mundo.
La gran dama se ha retirado gradualmente de la escena con arreglo a un estilo e identidad innegociables. Se ha atenido de tal modo a la discreción que debía al público y a la discreción que el público esperaba de su parte, tan a tono, en rigor, con la convicción compartida con sus adherentes de que los valores culturales que más garantizan la continuidad de una sociedad son los que se acumulan y sedimentan regulando tiempos, sin intermitencias, es cierto, pero sobre el piso firme de tradiciones por las que cabe velar.
Es eso algo que no entenderán quienes andan a tientas y locas por aquí y por allá. O sea: todo lo que importa en sabiduría evitar (hasta donde sea humanamente posible) los cambios violentos, impulsivos y tantas veces irracionales e inmaduros, que a poco andar provocan daños irreparables que se habrían conjurado hasta con una exigua reflexión previa.
La transición entre la majestuosa Sábana y el eficiente Berlinés se ha hecho en armonía, en cohabitación a puertas abiertas desde 2016. ¿Pero qué decir de otras transformaciones pacíficas habidas antes, como los sucesivos suplementos en colores planos, de escaso tamaño, que La Nación editó a comienzos del siglo XX -en 1903, 1904- para sorpresa de todos? ¿O las que marcaron nuevas etapas, en las décadas del veinte y del treinta, o el Suplemento Infantil, que irrumpió, apropiadamente como el pequeño de la familia, en los años 70? ¿O del suplemento sobre Ciencia, en los años ochenta, hasta que la misma madre engendró otros hijos de tamaño menor, pero de robusta aceptación pública, como el que se ciñó a las noticias, comentarios e ilustraciones sobre la actividad deportiva?
La gran dama que hoy se despide y despedimos los arrebujó en su seno a todos ellos, que de tal forma protegidos llegaron por años y años a la ansiada meta en kioscos de diarios y revistas y a las puertas de miles y miles de hogares, de empresas privadas y de establecimientos públicos. Esa vasta familia representó el ideal periodístico de la segmentación, que facilitó la lectura simultánea del diario por varias personas, como salta a la vista en tantos bares y confiterías, y en otros lugares de esparcimiento que ofrecen sobre las mesas material de lectura y educación gratuita a clientes y parroquianos.
¿No es eso, en el fondo, lo que hacía Robert Cunninghame Graham, el arriero escocés convertido con los años en famoso escritor, cuando en voz alta leía artículos periodísticos, en particular de La Nación, a un auditorio de gauchos en pulperías esparcidas por fortines bonaerenses?
Tan útil segmentación como aquella continuará en adelante en un diario de medidas unificadas de carácter berlinés, apelación de uso corriente en el mundillo periodístico mundial, aunque ajena al Berliner Zeitung, que en esa materia ha seguido en la capital de Alemania su propio derrotero. Antojos del lenguaje. Ahora, quedan como únicos testimonios vivos de diario sábana en el país LA GACETA, de Tucumán, tal vez el de mayor señorío periodístico del interior, y Pregón, de Jujuy. Los Andes, de Mendoza, abandonó la condición de sábana en junio de 2020.
Cuando La Nación apareció en 1870 como diario, con excepción de los lunes, la competencia porteña, de recia prédica editorial, se imprimía en el tamaño conocido mundialmente como broadsheet, por sus páginas amplias. De esa forma ganaban la calle El Nacional, de Vélez Sársfield; La Tribuna, de los hermanos Varela; El Río de la Plata, nada menos que de José Hernández; La República, de Manuel Bilbao, de extracción federal; Los Intereses Argentinos, de un catolicismo militante al que superaría en estatura periodística, años después, La Unión, de José Manuel de Estrada; La Discusión, que acompañaba tanto la actividad del Club 25 de Mayo como el pensamiento de Leandro Alem; La Verdad, de José María Cantilo, no demasiado distante de las ideas liberales de Mitre, y tres diarios dirigidos a las colectividades que propendían a representar: The Standard, Le Courrier de la Plata y el Deutsche La Plata Zeitung.
En cuestión de medidas, La Nación no hizo en el debut más que seguir las tendencias dominantes en la época.
“La necesidad no se discute”, reconocía La Nación al anticipar uno de sus tantos cambios de tamaño. Nunca alteraron éstos, es justo decirlo, los principios doctrinarios de Mitre, el fundador, ni amenguaron el agobio cotidiano por lograr un diario de elevada factura periodística e intelectual. Forma y sustancia, en una aleación que confirió a La Nación el sello reconocible a lo largo del tiempo.
El formato ya estaba enjuiciado por una vasta franja ciudadana hace sesenta años, cuando comenzaron a confeccionarse, por requerimiento de las autoridades administrativas del diario, las primeras encuestas sobre la opinión que éste suscitaba entre lectores y no lectores respecto del contenido periodístico. Desde entonces, de modo invariable, en todo ese tipo de compulsas se manifestó la insatisfacción de hasta el 80 por ciento de los consultados con las proporciones físicas de La Nación. Pero no por eso dejaron de leerlo quienes lo leían.
Recuerdo, de cuatro o cinco décadas atrás, otras cartas de lectores al Director, de igual tenor a la de quien había dejado constancia de la incompatibilidad entre las medidas del diario y las del nido hogareño. Algunas cartas invitaban amablemente al director, con sesgo irónico, a intentar leerlo en el subterráneo o en el colectivo, arte dominable, sin embargo, para quien tuviera la placentera constancia de ejercitarse en aprenderlo.
Simon Kelner, redactor en jefe del diario inglés The Independent, cuando ya tenían el agua al cuello por caídas sustantivas de circulación y redujeron el tamaño de broadsheet a tabloid después de 17 años de existencia, descubrió lo que sigue: “Los diarios son el único producto cuyo tamaño y formato lo decide el que lo produce, no el que lo consume”. Kelner se olvidó de decir que las empresas periodísticas no producen automóviles ni zapatos. Que su mayor activo es la marca, un bien más intangible que los edificios, las maquinarias y la tierra, y que cuando la marca está debidamente acreditada por el prestigio y confiabilidad en una sociedad, hasta el tamaño de sus hojas se asocia con el tiempo a una identidad que debe atenderse con cuidado.
Le Monde, La Repubblica, El País, El Mundo, The Guardian y tantos otros diarios se han reconvertido a la versión berlinesa, fenómeno al que La Nación se incorporará desde mañana de cuerpo entero. Fueron más de 50 años de cabildeos y con más de 20 años de debates en el Directorio de la sociedad editora de La Nación. Fue así hasta que una mayoría rotunda dispuso el cambio que se formalizará a partir del próximo sábado con la sola abstención de uno de sus miembros, pero que en acta consta como el voto en contra que en realidad por cortesía no emitió.
Compárense aquellas ediciones de nuestro diario de 1886 a fines de 1893, en que el formato era de 94 centímetros de alto y 61 de ancho, con ejemplos contemporáneos como el The New York Times. Aún en el tamaño grande en que persiste, se ha estrechado a 55,9 por 30,5. En ese ejemplo, casi con apariencias tubulares e igual que el del The Washington Post, se patentiza la fuerza de una ola imparable. Claro que en esto como en todo hay excepciones: es raro, rarísimo, hallar en la India o en Turquía diarios que prescindan de las medidas de los broadsheets y, pese a lo señalado, dominan todavía los diarios de tamaño grande en la declinante constelación de la prensa norteamericana.
A finales del siglo XX aparecieron gurúes del periodismo gráfico mancomunados en general por la extravagancia de no haber pisado una Redacción más que de visita. Batieron el parche diciendo que frente a la revolución tecnológica la tabla de salvación de los diarios consistiría en reducir los broadsheets al tamaño histórico de los tabloids de la prensa amarilla. Lograron que cientos de editores en el mundo mordieran la carnada.
Cómo olvidar las celebraciones bochincheras de comienzos de este siglo en la Asociación Mundial de Diarios (WAN), después de que prestigiosas publicaciones jibarizaran su tamaño y mostraran cifras de notorio crecimiento de las ventas. El jolgorio duraría poco.
No se informaba que la reforma se hacía con el empuje de ambiciosas campañas comerciales y de marketing que necesariamente debían obtener en lo inmediato la suba de las circulaciones. Al año, empero, estaban en el punto de partida, o peor.
Aquí mismo, en la Argentina, sobran evidencias históricas sobre ese drama de la prensa gráfica. ¿Alguien recuerda la fortuna que Amalia Fortabat dilapidó a mediados de los noventa en campañas publicitarias, después de comprar La Prensa y reducir su tamaño? Al cabo de 12 años de la transformación inspirada por discutibles gurúes del periodismo, la circulación de The Independent había caído a 58.000 ejemplares, es decir, había perdido el 85 por ciento de lo que contaba en 1990. Desde 2016 The Independent sólo se publica en versión digital.
“Vísteme despacio, que estoy apurado”, decían los franceses en el pasado, y con razón. La Nación dispensó el tiempo necesario para el cambio definitivo, que ahora está a salvo de crucifixiones que se prolongaron hasta tiempos recientes: el tamaño grande, se afirmaba, es para los diarios serios; los tamaños más chicos, para los diarios de escándalo, de sexo y chorreantes de la sangre de las noticias policiales. Esa distinción se ha evaporado por completo con el tiempo. Hoy, ya no hay equívocos que temer.
Arrojemos entonces, sin decir más, las rosas rojas que sobradamente corresponden en el respetuoso entierro de La Sábana y hagamos el brindis de la bienvenida a los fines de semana, con la copa bien en alto, por quien ha conquistado desde antes el corazón de los lectores, el de los accionistas y el de quienes forjan el producto de todos los días desde los más diversos puestos de trabajo en el diario. Glup, glup.
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* Publicado hoy simultáneamente en La Nación.