La pandemia generó nuevos desafíos para la ciencia médica y la labor de los profesionales tuvo que reformularse. La telemedicina se convirtió en una herramienta indispensable para atender a los pacientes y hasta la formación de los futuros profesionales también se canalizó por dispositivos digitales. “Nuestra relación con los pacientes se resignificó porque toda la atención que brindamos cambió. En muchos casos, los médicos hemos perdido el trato cara a cara con nuestros pacientes y eso no es fácil porque a muchos colegas, sobre todo a los más grandes, les cuesta no tener ese vínculo cercano con las personas que atienden”, manifestó Gustavo Costilla Campero.
“El impacto emocional de la enfermedad en el personal de salud es grande”, afirma el vicepresidente de la Sociedad Argentina de Infectología. Y agrega: “nunca se midió el impacto que recayó sobre la comunidad médica, que era parte de la población afectada pero también debía generar respuestas. Nosotros también sentimos miedo”.
En relación a esto, Mariana Marcotulio definió como “más fría” la relación que los médicos entablan con los pacientes y relató que a los nuevos saludos impuestos para disminuir el riesgo de contagios se sumaron elementos de protección personal que funcionan como una “barrera” con el otro. “Independientemente de nuestras especialidades, todos pasamos a interiorizarnos sobre la covid-19 y sus efectos. Siempre con el objetivo de colaborar con los pacientes y aprender cosas que no sabíamos. Muchos no estábamos acostumbrados a ver pacientes críticos y eso cambió porque estuvimos muy cerca del final de los días de muchas personas y eso nos tocó -reconoció la infectóloga-. Fue duro y difícil salir del ámbito de la salud y volver a la familia sin seguir enganchados en las historias de cada persona”.
Ambos profesionales coincidieron en que ante la dedicación casi exclusiva que requirió el coronavirus, una importante cantidad de tratamientos y demás patologías quedaron relegadas. De esta manera, algunos casos que hubieran sido resueltos de manera rápida se complejizan notoriamente.
Mientras en grandes sectores de la población se registra cierto relajamiento y el número de contagiados se mantiene en una meseta alta, los médicos siguen en la trinchera. Saben que esto todavía no pasó y que la conducta de la gente puede volver a poner en jaque al sistema sanitario. Costilla Campero lo compara con una lluvia leve pero permanente. “Es nuestro indicio de que volverá a llover”, dijo e invitó a la reflexión: “tenemos que pensar que todas las muertes provocadas en este período son una tragedia”.
Marcotulio agradeció el reconocimiento que reciben de parte de distintos sectores de la comunidad, aunque también lamentó que ante una eventual segunda ola de contagios la situación laboral de muchos trabajadores no haya cambiado. “No hay un reconocimiento monetario y eso apena, porque cuando empezamos a notar una nueva alza en los casos, nos encontramos con la misma precariedad laboral que teníamos antes de la pandemia”, recalcó.
Ante la incertidumbre de un mundo que desconocía con qué caballito de batalla iba a hacerle frente a la pandemia, la primera respuesta fue implementar medidas de bioseguridad que previnieran los contagios. Así fue como el aislamiento y distanciamiento social obligatorio no sólo cambiaron la lógica urbana, sino también los vínculos afectivos.
Entonces, cuando más se escarbó y escarbó en los hábitos privados, apareció la Organización Mundial de la Salud (OMS) para proporcionar una recomendación de jurisdicción atípica: había que reducir -al mínimo- las relaciones sexuales y los besos. De musas en miles de obras artísticas y principales motor de Eros, ellos arrancaron a ser en 2020 el nuevo gran tabú que trajo la covid-19.
Para hacer un recuento del pasado, la justificación es simple y aún hoy -a un año de la aparición del virus- se pelea a regañadientes con nuestra propia cultura e idiosincrasia: la saliva y las gotículas son vectores de contagio, por lo que al besarnos o rozar las pieles (blanquería u objetos compartidos) durante el sexo podemos contagiarnos. Ante esta lógica, ¿nuestra intimidad en pareja sufrió consecuencias irreversibles? La respuesta es no.
Las prácticas/esquemas socioafectivos están vigentes desde hace siglos y para modificarlos es necesario el doble de tiempo y reconfiguraciones de raíz. Sin embargo, la “nueva normalidad” puso sobre la alfombra un tema sobre el cual la ESI y la responsabilidad afectiva ahondan: aprender a reconocer que la sexualidad no se limita a lo físico e involucra por igual nuestras emociones y mente.
El ejemplo clave (seguido del sinfín de notas en medios de comunicación) fue el manual que el Ministerio de Salud de la Nación publicó el 16 de abril para realizar “sexo seguro”. Los titulares hablaban de la masturbación como alternativa y una mayor atención en el lavado corporal y de los sex toys (antes y después de los encuentros). Sumado a la preferencia por espacios abiertos y ventilados o las posiciones eróticas que limitaran el alcance de los rostros. “Sea creativo con las posiciones sexuales y las barreras físicas, que permitan el contacto sexual mientras evita el contacto cercano cara a cara”, citaba la guía del Departamento de Salud de Nueva York (Estados Unidos).
La trampa de esta idea es ya histórica y se trata de seguir entendiendo las relaciones sexuales como un acto falocentrista y coitocentrista; en especial al quitar de la ecuación los besos y los mensajes que transmiten las miradas. El resultado es un sexo a medias, de bajo rendimiento y con menor espacio para los juegos sensoriales. Es posible tener relaciones sexuales sin besarnos, pero son pocas las parejas que desde el comienzo de la pandemia han pensado siquiera en algo similar. Al contrario, las caricias y los besos han sido resignificados con un valor extra de salvataje frente al miedo y la angustia.
En una cultura de alto contacto como la nuestra (la lógica de Asia y los Países Bajos difiere bastante), los besos son la base del cortejo amoroso y un pilar fundamental para gestionar un apego sano. A tal punto que -desde el año pasado- muchos estudios psicológicos se focalizaron en las reglas de seducción alternativas que surgieron y el efecto de no poder coquetear mirando los labios de nuestro enamorado/a o seguir sus expresiones con la boca.
La reflexión es que la verdadera modificación de la covid-19 es haber vuelto a llevar puertas adentro las demostraciones físicas de afecto (entre familiares, amigos o amantes) a la esfera privada, un espacio sin barbijos que funciona como refugio ante la desconexión. En antropología sobran los estudios sobre cómo en las sociedades latinoamericanas la proximidad entre cuerpos encarna un recurso terapéutico o puente emocional. Incluso el propio “morreo” tiene una historia de ritualizaciones que antecede hasta los primates y las primeras civilizaciones. Por citar algunas referencias, los humanos somos una de las pocas especies que -por cuestiones evolutivas- tenemos los labios gruesos y continuos (sin separar por el tabique). Además de ser la segunda zona corporal con mayor cantidad de terminaciones nerviosas.
Vale la pena insistir. El contexto de crisis sanitaria no lapidó las caricias, el fregoneo o los besos, sino que los transpoló a su antigua esfera privada y más que nunca han sabido abrirse paso como una medicina acortada. Si quedan dudas, no hay mejor detalle de sus beneficios que el efecto que supone el contacto romántico en varios de nuestros neurotransmisores. Al rozar los labios o besar con fervor, el organismo libera oxitocina (hormona que produce altas dosis de confianza y cariño) y dopamina (la clave del placer y bienestar) en el acto.
La reacción a la danza de las bocas también involucra a la serotonina (presente en el proceso de excitación), la feniletilamina (responsable de la alegría y euforia) y el descenso del cortisol (la hormona malvada del estrés). Estimado lector, bese y ame con cuidado porque en esta época el contacto también sana.