La disputa política respecto de la cobertura del puesto del defensor del Pueblo ha eclipsado el debate respecto de una figura creada en 1995 para estimular el principio republicano de la rendición de cuentas y mejorar la calidad de la administración pública. Lamentablemente no se han cumplido las expectativas depositadas en esta institución de control, y la prueba de ello es su transformación en un espacio colonizado por los intereses de los gobernantes circunstanciales, y carente de un espíritu y de un programa acordes a su denominación.
Más allá de la decisión -avalada por cuatro opositores- de insistir en una jefatura ligada al partido mayoritario y pese al requisito legal de la independencia previsto para el cargo, la Defensoría del Pueblo luce apocada allí donde debería ser un faro indiscutible: la transparencia. Este instituto proyecta una imagen difusa, y hasta reñida con la función encomendada a su titular de “velar por el buen orden, el decoro y la regularidad de la administración pública; por la dignidad de la función pública, y por la respetabilidad de las autoridades, funcionarios, agentes, y cualquier otra persona que actúe al servicio de la administración pública centralizada, descentralizada y autárquica” (artículo 4 de la Ley 6.644).
Es evidente que, en la materia de la integridad y la ética públicas, la Defensoría del Pueblo no se distingue de los organismos y reparticiones que debiera fiscalizar. Ese instituto no publicita las designaciones de personal, ni los ascensos y procedimientos disciplinarios. Tampoco difunde de un modo sistemático y permanente los informes que está obligado a confeccionar. La ciudadanía no sabe, asimismo, cómo calcula y gasta sus recursos. Y la falta de divulgación de la actividad desplegada en términos de resultados concretos y de estadística no sólo impide determinar su utilidad, sino que también obsta cualquier clase de evaluación acerca del desempeño del ombudsman.
La equiparación de este instituto con el Gobierno surge con nitidez al advertir que carece de concursos públicos para el ingreso, lo que en los hechos implica que no existe un mecanismo fundado en parámetros objetivos que garantice la prevalencia del mérito y de la igualdad de oportunidades para quienes desean trabajar allí. La inexistencia de concursos indica el grado de politización de la institución y el riesgo alto de que esté afectada por los vicios endémicos de la adminitración estatal. Esta falencia reduce la credibilidad de otras instituciones de control de la provincia, como el Tribunal de Cuentas, la Fiscalía de Estado, la Junta Electoral, la Justicia de Paz y los ministerios públicos.
Así como la Defensoría del Pueblo no se ha preocupado especialmente por practicar la transparencia en su ámbito, tampoco la ha reclamado al Estado. No se conocen las convicciones del nuevo defensor ni del anterior, por citar a los titulares recientes, acerca del acceso a la información pública. Tampoco se han pronunciado respecto de la presentación de las declaraciones juradas patrimoniales de los funcionarios. Se trata de derechos cívicos que rigen en otras provincias y en la esfera nacional, pero que la dirigencia tucumana posterga, como si este distrito no formara parte de un país comprometido a luchar contra la corrupción en virtud de los tratados internacionales suscriptos y plenamente vigentes.
Es difícil que el pueblo puede estar adecuadamente defendido en condiciones de tanta opacidad y secretismo. Hay aquí otro ejemplo de cómo las buenas intenciones legislativas resultan manipuladas y distorsionadas por la naturaleza expansiva y abusiva del poder. Sería loable que el nuevo defensor tome nota de las carencias enumeradas sin ánimo exhaustivo y procure modificar estas prácticas adversas a la función de la Defensoría que lidera. Sólo así podrá honrar el mandato de proteger y defender los derechos e intereses legítimos de las personas y de la comunidad consagrados en la Constitución y en las leyes frente a los actos, hechos y omisiones de la Administración Pública provincial.