¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!
Frente al espejo, Carlos Menem decide que Facundo es un imposible. Se despoja del poncho, de la cabellera al viento, de cualquier sensación de barbarie, de la Argentina profunda y polvorienta ajena al sentido de país determinado por la gran ciudad. Menem, el caudillo, muta en hombre de mundo, de salones. Si Facundo vistió frac y levita en Buenos Aires fue a modo de máscara, el preludio de la muerte traicionera en Barranca Yaco. Menem jamás alumbrará su estrella desde una perspectiva sacrificial. En Menem el fin justificará cualquier medio y las convicciones se extinguirán en la hoguera del pragmatismo. Menem encontrará en el discurso de época -el epílogo de la historia y la caducidad de las ideologías- la excusa perfecta para revelar su verdadera naturaleza. Nunca sería Facundo. Sería Menem. El camaleón.
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El carisma de Menem todo lo pudo. Facundo derrotó al tigre con su mirada fulminante; la de Menem es compradora. Menem sabe que es un encantador de serpientes y exprimirá ese talento para seducir sin que se note su impronta de petiso canchero. Jamás pasará inadvertido. En eso su honestidad es innegable: procura cariño y lo encuentra con facilidad. A ese Menem jovial, veloz y genuino que se sabe centro de la atención lo vencerá en más de una ocasión el germen narcisista, hasta sentirse prototipo del macho argentino. Es el papel que más le gusta, que más disfruta, el lado luminoso del poder entendido como una herramienta para el goce.
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El pensamiento de Menem es cambiante, acomodaticio y, básicamente, superficial. Al confesarse lector de las inexistentes obras de Sócrates no hace otra cosa que reírse de la intelectualidad. Menem es un habilísimo disparador de máximas y aforismos, sus citas suelen ser imprecisas, su background cultural, un misterio. La ilustración no le hace falta para consolidarse como uno de los animales políticos más incisivos y determinantes en la historia argentina del siglo XX. El título de abogado es un lujo que se permite para ser llamado doctor. En los jardines de la Casa Blanca le desea la bendición celestial a George Bush padre apelando, en el tropiezo de la lengua, a uno de los peores usos del inglés que se recuerden. El milagro, tan característico de la época, es que Menem no desentona.
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El hijo de don Saúl Menehem y de Mohibe Akil, chico precoz de oído atento, caudillo de pueblo en las interminables siestas riojanas, cumplió con la obligación del buen inmigrante: viajó a la tierra ancestral -Siria- y regresó con la mujer elegida -Zulema Yoma-. Es el Menem que encuentra en Facundo el ABC de la construcción de poder: mirando hacia abajo, abrazando, besando, prometiendo. Menem decide que será sinónimo de pueblo y razona que si Facundo viviera sería peronista. Será entonces el Facundo que -supone- tanto necesita Perón. El heredero genuino de la mística, el hechicero capaz de conjurar la liturgia desterrada. Lo hará a su camaleónica manera, porque Menem es tan ambicioso como sagaz y aprenderá a esperar su hora.
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Hay un Menem acurrucado en posición fetal en la cama que requiere de una mano firme para ponerse en marcha. Ese personaje asustadizo y bipolar es el que Gabriela Cerruti describe en “El jefe”. El Menem que pocos conocen y nadie imagina. Un Menem obsesionado por el costado esotérico de la vida, entregado a los designios del Tarot o a las elucubraciones de algún vidente de cabecera para tomar una decisión. Pero ese Menem cercado por la debilidad es a la vez un espíritu resiliente, a quien los errores y fracasos parecen resbalarle. También las críticas, hasta las más hirientes, las que lo sindican como sinónimo de mala suerte.
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La foto del Perón deportista es un afiche en el imaginario de Menem. No habrá reunión de gabinete que venza a un partido por TV, pero Menem irá mucho más allá. Su modelo será Carlos Menditeguy -otro Charly-, playboy y as de los deportes. El sentido de la oportunidad, mucho más que el sentido del ridículo, lleva a Menem a jugar al fútbol, al básquet, al tenis. Siempre televisado y, en lo posible, con la camiseta de la Selección. “Un Presidente que ama al deporte”, titula “El Gráfico”, buque insignia de la editorial Atlántida, poderosa aliada del Gobierno en los 90. Menem posa con cuanta estrella circule por Buenos Aires, y son muchas por obra y gracia del 1 a 1. Hasta se siente uno más de los Rolling Stones en Olivos. Después se sube a una Ferrari y quebranta todas las normas de tránsito, bañado por los aplausos de una corte de leales que se mantendrá fiel hasta el último instante. Porque este es un rasgo de Menem que lo distingue de muchos políticos abandonados apenas pierden en el juego del poder. Hay un núcleo duro menemista que lo defenderá aún de lo indefendible, como si un juramento de sangre los uniera; un juramento teñido por los multicolores diseños de Versace.
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El Menem que abjuró del Islam para abrazarse al cristianismo pretende emular la devoción de Facundo. Pero es una fe dictada por la necesidad: no se puede ser Presidente sin profesar el catolicismo. Zulema nunca dejará de ser musulmana. El Menem familiero colisiona con el Menem noctámbulo e incorregible. Tendrá hijos reconocidos con tres mujeres y un dolor en el corazón que pocas veces se permitirá exteriorizar en público. La muerte de Carlitos Jr., tan inquietante en sus formas, es una de las tantas que le cambian el color al halo enérgetico de Menem. Hay algo tan oscuro en la caída de ese helicóptero, algo tan denso, que Menem se cierra sobre sí mismo y ensaya un duelo colmado de interrogantes.
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Frente al espejo, Menem acepta que el de Facundo fue nada más que un disfraz. Le alcanzó para presentarse ante Perón en Puerta de Hierro y para gobernar La Rioja. Para vencer a Antonio Cafiero en la interna y para lanzar desde la tribuna una sentencia: “síganme, no los voy a defraudar”. Para anticipar salariazos y revoluciones productivas. Finalmente, para derrotar al desangelado Eduardo Angeloz en el camino a la Casa Rosada. Hasta allí llegaron los servicios de Quiroga. Será, a partir de la amputación de las patillas y entallado en trajes de seda, el rostro de la civilización. El anillo y el cigarrillo lucirán más moderados. El camaleón mostrará otra cara -la verdadera- porque esas son las reglas del poder.
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“Si les decía lo que iba a hacer nadie me iba a votar”, confiesa Menem. Ya le había conferido el rumbo de la economía a la multinacional Bunge & Born. Ya había dado otro volantazo, abrazándose al 1 a 1 alumbrado por Domingo Cavallo. Ya había indultado a los mismos militares que lo encarcelaron en 1976. Ya había decidido otro rumbo para la Argentina, el del pretendido e ilusorio ingreso al primer mundo, un esquema de vencedores y vencidos que la historia política, social y económica viene analizando en profundidad. Y para todo eso, en la más audaz de sus maniobras dialécticas, había reacomodado el credo peronista a su conveniencia, alentado y autorizado por la amplia mayoría de ese espectro peronista que supo sacar provecho del “Menem lo hizo”.
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Las cámaras enfocan el primer plano de un Menem que se sabe perdedor de la última batalla. Anuncia entonces su renuncia al balotaje y habilita el nacimiento de otra etapa en la Argentina. El kirchnerismo hace pie tras ese renunciamiento que Menem cambiará por un exilio dorado en el Senado de la Nación.
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No podía ser Facundo, cruzado anticorrupción cuando la Argentina ni siquiera era un país, y Menem siempre lo supo. Pero coqueteó con esa sensación de sentirse tigre, tal vez se convenció de una ferocidad propia e imbatible. El camaleón millonario, hedonista y patriarcal, símbolo de una época, Presidente de los argentinos, eligió quién debía ser -y cómo debía ser- en el momento preciso. Le quedó la incertidumbre propia de quienes creen que el poder se prolonga para siempre: el control de su legado. A Menem le cupo el mismo deseo que a Evita, el sentirse amado sin condicionamientos. Y en un momento, para su sorpresa y disgusto, comprendió que su tiempo había pasado y sólo podía aguardar la muerte amparado por la sombra de sí mismo. Así de implacable es la historia.