El miedo, el agotamiento y la angustia social persisten en el comienzo de año como si fuese una marca de nacimiento. La Organización Panamericana de la Salud se pronunció ayer con preocupación ante el crecimiento de casos en toda Sudamérica y pidió actuar con diligencia para evitar una ola que podría ser, incluso, peor que la del nefasto 2020.
El virus se ensañó con la humanidad y claro está que es un problema mundial . Por caso, el Reino Unido, específicamente Irlanda, enfrenta una tercera ola que está haciendo estragos. Es decir que claro está que los problemas, respecto del coronavirus, no son argentinos sino compartidos por todas las naciones. Sin embargo, nuestro país siempre añade algunos condimentos a los pesares de tinte global.
En lo económico, nos encontramos con una estructura estatal y financiera endeble, con un gasto público inmenso y con una inflación que hace mucho daño en las capas sociales medias y que es nefasta para las más bajas. En lo político, el virus llegó con un recambio de Gobierno. Eso, que podría haber sido una ventaja ante el aire que siempre insufla una nueva gestión en una democracia, fue un inconveniente añadido: Alberto Fernández fue víctima de haber llegado al poder compartiendo la batuta con su vicepresidenta y con la imposibilidad de que ello signifique una coalición beneficiosa, sino más bien palos continuos en las ruedas de la administración en cuanto a toma de decisiones.
Ese ruido en la administración nacional se traduce en desconcierto para la sociedad. Un ejemplo concreto fue la novela de la vacuna. Desde el comienzo de las gestiones para adquirirla, el Gobierno nacional se mostró confuso y dubitativo: se arregló con un laboratorio, luego con otro; se anunció un cronograma de vacunación, posteriormente uno distinto, y finalmente se avisó que se aplicaría una dosis y no dos para inocular a una porción mayor de la población y luego se desmintió que ese fuese el plan. Un desastre político y de comunicación en momentos tan delicados como lo es el de una crisis pandémica.
Las necesidades políticas, además de las internas kirchneristas-albertistas, terminan siendo un escupitajo lanzado hacia arriba por los propios comandantes del Estado. Fernández necesitaba un efecto “positivo” con la vacuna y apuró plazos para que pudiese cumplir con su palabra de que se comenzaría a aplicar en 2020. Se hizo, pero la forma y el plan terminaron dejándolo mal parado, generando desconfianza respecto de la efectividad del antídoto y encima provocando una “sensación” de que el virus estaba superado. Muchos dejaron de cuidarse.
Otro tanto parece estar sucediendo con la política educativa. El ministro Nicolás Trotta, de paso ayer por estos lares, habló del regreso de la presencialidad a las aulas, de la garantía que será que los docentes sean vacunados para que ello suceda y de lo presto que está el Estado para que los niños y jóvenes vuelvan a las aulas pese a que la pandemia aún no esté superada. Escasearon los detalles respecto del plan nacional para esa vuelta al aula y, junto a las incógnitas sin respuestas, la grieta social entre los progenitores que están a favor de ese presunto retorno y los que no. Otra vez, la necesidad de anotar un poroto político a favor del Gobierno parece estar por encima de la realidad social. ¿Sirve una educación semi presencial y semi virtual? ¿Cómo se garantizará que todos tengan las herramientas para enfrentar ese sistema? ¿Es mayoritario el porcentaje de escuelas y/o niños con conectividad? ¿Habrá sistema de transporte público para que los chicos vayan a la escuela? ¿Cómo se arreglarán los padres con más de un hijo, y con jornada laboral completa, para enviar a algunos días a unos a clases y a otros dejarlos en casa? ¿Se quedarán solos? Arreciaron las inquisitorias de este tipo en LA GACETA apenas se conoció la postura del Gobierno sobre la educación. Hay un consenso mayoritario de que la presencialidad es indispensable, pero también de que no puede ser de cualquier manera y a cualquier costo.
El Gobierno no estaría quitando piedras a la pesada mochila de las familias argentinas que, como en todo el mundo, vienen lidiando y conviviendo con la pandemia. En los grandes temas estructurales, los vaivenes desconciertan. Otro ejemplo fue el de la política hacia el campo. Se cerró la exportación de maíz por la presunta carencia e incremento de su precio en el país, pero se terminó generando un principio de conflicto con el campo que pintaba feroz. Además, la implementación de medidas similares ya demostró que es contraproducente. Los ruralistas dejan de producir esa materia prima intervenida porque no les cierran los costos y, siguiendo el ejemplo, el maíz se termina encareciendo o faltando aún más. En menos de 10, el Gobierno reculó.
Por ello no extraña que la mala imagen del Presidente crezca (y arrastre a la de su principal aliado, Juan Manzur), porque si bien un porcentaje importante de esa desaprobación social está relacionado con el cansancio y desgaste propios de la pandemia, hay varios puntos porcentuales que se explican por los yerros propios. Escasean las certezas y sobran las mezquindades políticas.
Este 2021 apenas si se cambió un par de pañales, pero ya parece avejentado. La repetición continua de tropiezos desesperanza a los que apostaban a que este iba a ser el año para “volver a ganar”.