Hay lugares de nuestro país donde la vida puede parecer impensable, pero la naturaleza se las ingenia para imponerse. La pregunta es ¿cómo hace?

Nuestras protagonistas son unos microorganismos descubiertos en lagunas de la puna, capaces de resistir altísima irradiación de rayos ultravioleta (RUV), y de “bancarse” además la sequía extrema, la altitud, la salinidad y la convivencia con azufre y arsénico, entre otros metales tóxicos. De paso: resistir no es su única habilidad.

La respuesta al “cómo hacen” nació del trabajo de dos equipos científicos dirigidos por tucumanas. Una, nativa; la otra, por opción.

La primera, Virginia Albarracín (bióloga y bioquímica), es hoy investigadora independiente del Conicet y dirige el Centro Integral de Microscopía Electrónica (Conicet/UNT), nacido en 2015. Allí se creó el Laboratorio de Microbiología Ultraestructural y Molecular, y el equipo que investiga allí acaba de publicar en la revista Photochemistry and Photobiology un hallazgo que, además de explicar cómo se las arreglan para resistir la RUV, tiene interesantes potencialidades biotecnológicas.

Prólogo

Este resultado tiene una historia. Virginia rememora que en 2008 inició su posdoctorado en el Laboratorio de Investigaciones Microbiológicas Lagunas Andinas (Limla), del Proimi-Conicet-Tucumán, dirigido por la otra bióloga tucumana (aunque nacida en Córdoba), María Eugenia Farías. Desde hace más de una década, María Eugenia (coautora del trabajo publicado) conduce en zonas de la puna de nuestro país y de Chile investigaciones que han permitido desde explicar cómo era posible la vida antes de que en el planeta hubiera oxígeno, hasta lograr un “probiótico” para ayudar a las plantas a enfrentar la sequía.

LOS PRIMEROS PASOS JUNTAS. María Eugenia Farías (izq.) y Virginia Albarracín compartieron investigaciones en Alemania.

“La llegada de Virginia al Limla coincidió con un hecho extraordinario: descubrimos en la puna estromatolitos, las formas de vida más antiguas que subsisten en el planeta (3.500 millones de años). Todo lo que veníamos haciendo quedó opacado; el hallazgo requería mucha dedicación para hacer ciencia y divulgación; y sobre todo, para lograr su protección”, recuerda.

“En el Limla, bajo la dirección de ‘Mariu’ -cuenta Virginia-, estudié la ecología microbiana (interrelaciones de microorganismos) de ambientes muy extremos y me enamoré de esa disciplina, que se llama microbiología ambiental”. “Es relativamente nueva (tiene unos 20 años), y abrió las puertas a pensar relaciones positivas de los microbios entre sí y con el ambiente, en lugar de centrarse en sus efectos patógenos, de lo que suele ocuparse la microbiología clínica”, relata; y añade que como los microorganismos forman comunidades, su estudio genético permitió entender la correlación.

Metagenómica

“La información genética masiva de las comunidades microbianas se llama metagenoma, y en el Limla se aborda desde un punto de vista integral -explica María Eugenia-. La disciplina se llama metagenómica, y lo que hacemos es obtener ADN de esas ‘rocas vivas’ que son los estromatolitos, ‘leer’ la información y aprender cómo se abren camino en los hostiles salares de la puna”.

EN PANDEMIA. Científica/madre con el microscopio electrónico.

“La información -agrega Virginia- se lleva a una supercomputadora que se llama secuenciador, y este la transforma en combinaciones de cuatro letras. Esas secuencias son únicas, como nuestra huella digital, y se suben a una base de datos que las deja disponibles para todos, en cualquier parte del mundo”.

“Durante el trabajo en el Limla aislamos, en la laguna Diamante y en la laguna Socompa, unas bacterias que demostraron haber desarrollado mecanismos no sólo para resistir la RUV, sino también para reparar los daños que esta causa -sigue Virginia-. Y gracias a esa base de datos internacional pudimos compararlas, quietitas en Tucumán, con muestras de lugares variados y distantes como Tíbet, la Antártida, Groenlandia, el norte de Europa, ambientes acuáticos...”.

“Además de confirmar hipótesis (por ejemplo, que cuanto más irradiada es una zona, menor es la biodiversidad y mayor la capacidad de adaptación de los organismos) -retoma-, descubrimos que las ‘nuestras’ eran las más irradiadas del planeta y, por consiguiente, las más resistentes”.

“Virginia fue una de mis estudiantes más brillantes y con una extraordinaria capacidad de trabajo -cuenta María Eugenia-. El tema RUV pasó a sus manos y seguimos colaborando desde hace 10 años”.

Los senderos se bifurcan

“Nos preguntamos: ‘estos organismos resisten RUV... ¿por qué’’ y nos pusimos a buscar respuestas”, cuenta Virginia; y las buscaron -hace hincapié- pensando en ellas como comunidad. “Nos planteamos la existencia de un resistoma, es decir, mecanismos conjuntos de adaptación y resistencia a la RUV, complementarios e integrales -explica-. Y en ese caso, debía de haber un sistema de comunicación y ayuda mutua”.

LABORATORIO. Determinando las habilidades de las bacterias.

Era otro paradigma, pues los grandes estudios sobre resistencia a RUV se habían hecho en la bacteria escherichia coli; pero -explica- había dos problemas por los que no les servían de modelo.

“En primer lugar, escherichia coli se aísla del tubo digestivo, y allí no ve el Sol en su vida; además, se ha investigado su resistencia a rayos UV del tipo C (y la tiene), pero esos rayos a nosotros casi no nos llegan, porque nos protege la capa de ozono. Lo que buscábamos eran aplicaciones en la vida real”, cuenta Virginia.

Las encontraron. Concretamente, estudiaron cepas de tres tipos de bacterias. “Y hallamos un mundo fascinante: tienen un sistema muy complejo, en distintos niveles, para desplegar respuestas de defensa frente a la radiación. Ese sistema se basa en proteínas (concretamente, en enzimas) capaces de captar energía solar y transformarla en energía química, y las bacterias usan esa energía para defenderse de los rayos UV”, cuenta Virginia y las describe como “nanomáquinas”.

Del otro lado del mar

Estudiando eso estaba cuando ganó una beca que le permitió profundizar la investigación en Alemania. Allí caracterizó los sistemas moleculares de las colonias de organismos hallados en la puna, estudió la diversidad y las secuencias genéticas, y luego probó in vitro su capacidad de reparar los daños causados por la RUV.

“Vimos que estas nanomáquinas captan luz y la transforman en enzimas, pero no son enzimas ‘tradicionales’. Estas suelen funcionar bien sólo en condiciones moderadas, pero se alteran en condiciones extremas. Las que producen ‘nuestras’ bacterias puneñas son muy resistentes, y capaces de activar sistemas de reparación mediante una batería de genes que, como en un concierto, se prenden y se apagan coordinada y eficientemente para reparar y recambiar las moléculas dañadas, principalmente el ADN”.

De regreso

Una vez que Virginia volvió a Tucumán fue mamá (lo que también implicó nuevos saberes y descubrimientos, y responsabilidades que compatibilizar), se hizo cargo del CIME, y comenzó a dirigir becarios y tesistas.

Y los microscopios electrónicos del CIME permitieron sumar al estudio molecular de las enzimas, que -ya dijimos- queda sintetizado en las secuencias genéticas, la posibilidad de ver (literalmente) las moléculas “en acción”.

“Pudimos integrar los datos y ver la película completa -cuenta-. Sabíamos que, si son capaces de usar RUV, tenían que tener ‘ojos microbianos’. Fotorreceptores, como nosotros tenemos los conos y los bastones en la retina. Pues hemos hallado que los tienen, y muy variados; dos tesistas están trabajando en ello en este momento”.

Por otro lado, se centraron en encontrarles la vuelta a las enizmas para desarrollos biotecnológicos que permitieran aprovechar sus habilidades, por ejemplo, en una herramienta para la prevención del cáncer de piel.

Fotoprotección a full

“Un protector solar nunca cubre el 100% de la RUV. Pero mediatizadas por una crema ‘clásica’, las enzimas que encontramos se pueden introducir en la piel y reparar daños de los melanocitos (células que, estimuladas por el Sol, reaccionan produciendo melanina y dándole color a la piel para protegerla); pueden evitar así mutaciones y que las células se conviertan en células tumorales”, explica, entusiasmada.

“Hay disponibles algunas formulaciones por el estilo, pero son muy caras y no son argentinas. Nuestra idea es trabajar para que se puedan producir aquí, con materia prima de nuestra región”, agrega y cuenta que la espera una nueva beca a Alemania (que mantiene en stand by por covid-19) para la cual, precisamente, se valoró de su proyecto el posible impacto en el desarrollo económico sustentable del NOA.

“Se trata de agregar valor y generar fuentes de trabajo aprovechando recursos naturales de un desierto... ¡sin que sea una actividad extractiva! Y esa es una gran ventaja: no hace falta sacar más nada de allí; conociendo la secuencia genética (que ya está en la base de datos), las enzimas se pueden producir en masa en un laboratorio; de hecho hay empresas que se dedican a ello... Y así el ambiente de las lagunas seguirá protegido”, cuenta, y el entusiasmo crece...