Trágicamente contradictorio es el destino argentino para la palabra “soberanía”. A pesar de lo pretensioso de su significado, en este país ese vocablo es eternamente contradicho. Y aunque sus aspiraciones conceptuales son majestuosas, viene siendo prolijamente manoseado.
La soberanía no es una idea a la ligera en la Argentina, o no debiera serlo: tiene su propia fecha en el calendario oficial, pero -al igual que su significado- se ha visto desplazada. El lunes pasado se cumplió el feriado por el Día de la Soberanía Nacional, que sin embargo no corresponde al 24 sino al 20 de noviembre, día de 1845 cuando se libró la Batalla de la Vuelta de Obligado. La soberanía entonces, en este terruño, a menudo es cuando no es.
No es casual que el kirchnerismo haya rejerarquizado en 2010 la fecha patria: más allá del rescate idealizado que hace de la discutible figura de Juan Manuel de Rosas, este sector ha decidido justificar muchas de las más desastradas políticas oficiales en nombre de la soberanía.
En la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner se decidió estatizar YPF en nombre de la “soberanía energética”: a Repsol se le expropió el 51% de las acciones. El autoabastecimiento todavía no llega, pero temprano arribó, en cambio, la factura por 5.000 millones de dólares (en ese monto fijó la indemnización el Centro Internacional para el Arreglo de Diferendos relativos a Inversiones -Ciadi-), pagados en 2014 a la firma de capitales españoles. En 2015, el 100% de las acciones de YPF ya no valían ni siquiera el monto pagado por la mitad del paquete. En marzo pasado, toda la compañía llegó a cotizar apenas 1.000 millones de dólares, tras un derrumbe bursátil que dejó en 2,57 dólares el valor de cada acción. Ayer, según el sitio oficial de YPF, la acción cotizaba 5,76 dólares, en una jornada de euforia para los papeles argentinos (pese al feriado en EEUU por el día de Acción de Gracias), consiguiendo un repunte mensual del 54%, el mayor desde 2002. O sea que hace seis años se pagó por la mitad de la empresa más del doble de lo que hoy vale toda ella.
Ya en 2008 (durante la primera presidencia de Cristina), y en nombre de la soberanía aeronáutica, se había estatizado Aerolíneas Argentinas, en manos de Marsans. Como no hubo acuerdo, el Gobierno depositó un peso (una moneda de $ 1) como precio de la compañía. Los privados acudieron al Ciadi y el año pasado ese tribunal arbitral del Banco Mundial falló que había que indemnizarlos con 321 millones de dólares, cifra que con los intereses superó los 400 millones. El año pasado, la empresa tuvo un déficit de 670 millones de dólares. Para este año, oficialmente, se estima una pérdida de 570 millones de dólares. Para 2021 ya se prevé un “rojo” de otros 560 millones de dólares.
El historiador Loris Zanatta recordó en julio pasado en el diario La Nación, en el artículo “El fetichismo peronista en torno al concepto de soberanía”, que ya en 1947 la estatización de los ferrocarriles se llevó adelante, durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón, en nombre de la “soberanía ferroviaria”. El resultado, contrasta el pensador europeo, fue un “baño de gloria moral” para el Gobierno; a la vez que “plomo para las finanzas públicas”.
En junio de este año (que por demasiados momentos se parece a una tercera presidencia de Cristina Fernández), el jefe de Estado Alberto Fernández impulsó mediante un decreto de necesidad y urgencia la intervención, con fines de estatización, de la empresa de agronegocios Vicentin, que se encontraba en concurso de acreedores y por tanto monitoreada por un magistrado. “La expropiación de Vicentin es un paso hacia la soberanía alimentaria”, argumentó el primer mandatario, respecto de la firma que cuando no exportaba soja elaboraba comida para cerdos. Un mes después, cuando la inconstitucionalidad de la medida era palmaria (“En ningún caso el presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”, prohíbe el artículo 109 de la Carta Magna), dio marcha atrás. “Me equivoqué con el tema Vicentin. Creí que estaba mucho más asumida la situación de crisis, y que cuando anunciara que el Estado iba a ayudar a recuperar a la empresa iban a salir todos a festejar, porque estábamos recuperando una empresa importantísima en la Argentina”, dijo el mismo Fernández en julio. Ya no era una cuestión de soberanía, sino de que el pueblo no entiende. Argumento curioso (cuando no falaz) porque con la modernidad, el único soberano en una república es el pueblo.
El emblema centrífugo
La soberanía popular es lo que “hace” a las democracias actuales, según enseña Giovanni Sartori en “Elementos de teoría política”. Es lo que las diferencia de la democracia griega de la Antigüedad, que era directa y asamblearia: cada hombre libre ejercía su cuota de poder votando en la plaza. “La doctrina de la soberanía popular plantea la distinción -desconocida para los griegos- entre la titularidad y el ejercicio del poder (…). Para los griegos, la titularidad y el ejercicio eran la misma cosa: la distinción era innecesaria”. Para las democracias actuales, en cambio, esa diferencia es fundacional: el soberano es el pueblo y él es el titular del poder; luego, deriva ese poder en representantes: a ellos les encarga su ejercicio institucional.
Hay ejercicios del poder no institucional que el pueblo se encarga de ejercer de manera directa. Eso presencia en estos momentos la Argentina, a partir de la muerte de Diego Armando Maradona. No es banal que una sociedad entera debata sobre la figura del astro del fútbol. Su consagración como ídolo de millones de argentinos, a la par de la execración que otros tantos millones hacen de su persona, es el acto de un pueblo que debate respecto de si Maradona encarna o no un emblema de esta nación.
De un lado, los que reivindican de “El Diego” el hecho de que se le adjudicó el título de “Mejor jugador de la historia” y de que él lo ejerció, consagrando a la Selección Nacional “campeón del mundo” en 1986 y subcampeón en 1990. Esos hitos no sólo fueron pasión, sino también alegría de multitudes. Del otro lado, los que reparan en que (acaso porque la presión era insoportable) Maradona hizo todo cuanto pudo para que ya no lo consideraran “el mejor” (una ficción que lo redujo a la categoría de objeto de quienes se arrogaron la potestad de jurados), hasta el punto de convertirse en el buen ejemplo del peor ejemplo.
En el eterno “10” hay mucha argentinidad centrifugándose rabiosamente. En el partido del 22 de junio de 1986, en el que Argentina deja fuera del Mundial de México a Inglaterra (a sólo cuatro años de la Guerra de Malvinas), la segunda anotación de Maradona es considerada, con justicia, “el gol del siglo”. Sin embargo, aquí, se escribieron canciones sólo para el primer tanto del crac: ese que él mismo dijo que había marcado “un poco con la cabeza y otro poco con la mano de Dios”. Enorgullecerse de la segunda jugada, equiparable a una obra de arte, pero delirar por la primera, que infringía las normas aunque igual se convalidó, es soberanía nacional y popular de la más legítima…
El nombre tomado en vano
Por cierto, hay otros momentos en los que, de manera formal e institucionalizada, el pueblo, como titular del poder, ejerce ese poder de manera directa: las elecciones. Lo increíble es que el país se encuentra a las puertas de que el gobierno del sector político gobernante, que invoca la “soberanía” con cualquier excusa, está a punto de eliminar comicios. Es decir, se encamina a recortarle, de manera materialmente palpable, soberanía real al pueblo argentino.
Las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) no sólo le dieron más capacidad de decisión al pueblo: le otorgaron poder en un ámbito donde antes no lo tenía. Antes de que fueran creadas en 2009 (durante la primera presidencia de Cristina), los argentinos acudían a las urnas a votar a candidatos para cargos electivos. A partir de las PASO, los ciudadanos van a las urnas para decidir, primero, quienes serán consagrados como candidatos para, sólo después, tener derecho a disputar los puestos públicos. Eso sí es una política de soberanía.
El segundo aporte inestimable de las PASO al acto electoral es la claridad. Poder entrar a un cuarto oscuro y encontrar dentro una oferta electoral clara es un valor democrático supremo, que en Tucumán no se consigue durante los comicios provinciales. Después de las PASO, en la Nación sólo siguen en carrera quienes consiguieron el 1,5% de los votos válidos de su distrito. El resultado es que, en las elecciones federales que suelen darse en octubre no hay más de una decena de boletas, porque el pueblo ya filtró democráticamente las opciones en agosto. En cambio en Tucumán, donde no hay PASO sino que hay “acoples”, los cuartos oscuros llegan a contar hasta un centenar de boletas. Hoy, son aproximadamente 90 los partidos políticos habilitados en la Junta Electoral Provincial para participar de una elección local. Y todavía faltan tres años para la próxima renovación de autoridades tucumanas.
A pesar de todo ese virtuosismo, se multiplican las voces del oficialismo nacional que opinan que las PASO deben suspenderse el año que viene. El alegato común de los defensores de la soberanía es que, en contextos de pandemia, se podría evitar ese “costo”.
El argumento es un verdadero oprobio. Primero, desde el punto de vista democrático. ¿Qué hacemos con las dictaduras, a partir de este reproche del costo de la democracia? ¿Hay que empezar a reivindicarlas parcialmente, porque ahorraban un montón teniendo “las urnas guardadas” y clausurando Congresos, Legislaturas y Concejos Deliberantes?
Segundo, es un descaro material. Celebrar elecciones es festejar la soberanía popular. Las PASO tienen un costo estimado de 19.000 millones de pesos. Es menos del 10% del Presupuesto 2021 sólo de Tucumán. Ni siquiera un tercio del déficit anual de Aerolíneas Argentinas. Con suerte, el 5% de la indemnización a Repsol.
Si al ejercicio del poder popular se le inventan excusas para trampearlo, al mismo tiempo que no hay reparos en tirar miles de millones de dólares en medidas disparatadas contra la inversión extranjera, entonces la invocación de la soberanía no es más que un chantaje vulgar. Un discurso vacío para justificar atropellos. Un lenguaje violento para desautorizar críticos y demonizarlos como “antipatrias”. La democracia merece la buena fe de los titulares del poder y, sobre todo, de sus delegados. Tomar el nombre del pueblo en vano, para inventarle soberanías patoteras al mismo tiempo que se maniobra para coartar su soberanía más legítima, es un pecado republicano imperdonable. Cada vez que vota, el pueblo, además de ejercitar su poder en tiempo presente, ejerce el derecho a elegir su futuro.
Respecto de lo contrario, “no hay mucho que hacer -lamentó el italiano Zanatta, con conocimiento de causa-: para aquellos que entienden la historia como historia de la salvación, como la epopeya del pueblo elegido en perpetua guerra contra los infieles, el pasado es un eterno presente; y el presente, un eterno pasado”.