Junto con la tristeza, la felicidad y la ira, el miedo es una de las emociones universales que podemos llegar a experimentar los humanos.

Sin embargo -en paralelo con el paso de los años- los miedos mutan. Y así, aquellos monstruos de debajo de la cama que ahuyentábamos al prender la luz se transforman en cuentas por pagar y el recibo del impuesto automotor.

¿Qué temores marcan cada etapa de nuestras vidas? “En el caso de los bebés, existe el miedo a los ruidos fuertes o la presencia de un desconocido. Y, a medida que van creciendo, aparece el miedo a la oscuridad, a las tormentas, ciertos animales o a las brujas, los fantasmas y los monstruos. Con el avance del desarrollo emocional y las experiencias interpersonales aparecen otros como exponerse al ridículo y/o el rechazo”, explica la psicóloga Josefina Lai.

Luego, con el desarrollo cognitivo, aparece la angustia por las enfermedades, los accidentes y la separación de los padres.

La especialista afirma que los miedos también son para los pequeños “una manera de expresar lo que no se puede poner en palabras” y que en cada caso tienen un significado singular.

Sea el espanto por los insectos, el rechazo a los payasos o el temor a meterse en una pileta, hay miedos que se aprenden por experiencia propia o ajena. Y es acá en donde la familia juega un papel importante.

“Transmitir un mensaje que genere cierto temor frente a lo que -en efecto- es peligroso enseña a cuidarse. Por ejemplo, no es lo mismo decirle a un niño que no toque un enchufe a impedirle ir a un paseo escolar por miedo a que el vehículo sufra un accidente. O privarlo de un cumpleaños por temor a que se golpee en un pelotero”, comenta Lai.

No obstante, lo que debemos evitar es “prohibir” o censurar estas emociones durante la crianza. “Es importante comunicarles a nuestros hijos que sentir miedo no es algo malo o que los convierte en alguien débil. Además, hay que enseñarles que hay situaciones que inevitablemente lo generan y que aprender a enfrentarlas nos fortalece”, acota.

Al crecer...

Con puntos antagónicos y aún con algunos desenlaces tristes, el miedo puede ser tanto nuestra cárcel como un potenciador.

“Este es positivo en la medida en que sea funcional y adaptativo. O sea, que nos brinde una protección ante un peligro y nos ponga alerta. Además, el miedo tiene una utilidad importante porque nos permite filtrar y alejarnos de las cosas o los contextos que percibimos peligrosos. ¿Qué pasaría si no tuviésemos miedo a nada? Viviríamos de una forma muy arriesgada y peligrosa”, enfatiza la psicóloga Silvana Levy. El lado negativo, como al hablar de fobias (miedos exacerbados e irracionales), el miedo es cuando se convierte en un impedimento para el desarrollo personal.

En especial, si se suman a la ecuación sus “primos hermanos”: la ansiedad, el malestar temeroso y el estrés.

“Podemos decir que el miedo es una situación de estrés que pone en marcha un complejo mecanismo fisiológico de respuesta. Aquí entra en juego la adrenalina: una hormona que ubica el organismo en una situación de emergencia llamada de lucha o de huida. Junto con la adrenalina, la glándula suprarrenal también libera corticoides y otras catecolaminas. Todo ello pone en marcha el sistema defensivo y de reserva del organismo. De esta forma, lo prepara para cualquier eventualidad”, especifica Levy.

Una vez que desaparece la amenaza, el equilibrio del organismo se restablece. “No obstante, no siempre los factores estresantes (que involucran a veces conflictos económicos, laborales y familiares) desaparecen por completo”, advierte la psicóloga. Al contrario, estos pueden continuar presentes por lo que la persona se siente atacada todo el tiempo”.

Al llegar a la adultez, la profesional señala que las inseguridades que priman (según el contexto social) refieren a la maternidad o a la paternidad.

“En la misma línea, los miedos giran en torno a no poder proveer a la familia de lo necesario para subsistir. No sólo desde lo económico, sino también respecto del tiempo compartido. Y aparecen miedos relacionados con el progreso o estancamiento profesional”, enumera.

Con el actual periodo de alerta sanitaria que vivimos a nivel mundial, a la lista de miedos se le suma la amenaza contra nuestra salud.

Cuando traspasamos esta trilogía, la vejez es la siguiente etapa, y la llegada de la muerte un dilema que pesa. “Al envejecer el tiempo toma otra dimensión. Se percibe finito, nos pesa de manera diferente y eso provoca sensaciones diferentes. Se percibe el miedo a la soledad, a padecer de problemas físicos y a la vida que vendrá después de la jubilación. Aparecen, por igual, el miedo a ser una carga o no ser útil”, acota Levy.

Infancia: los miedos que predominan son...

- De 0 a 6 meses: a los ruidos fuertes y la sensación de pérdida del equilibrio o caídas.

- De 7 a 12 meses: prima el miedo al abandono o la angustia por la separación (por ejemplo, de la madre). Sumado a la presencia de caras desconocidas.

- De 1 a 2 años: se intensifica el miedo al abandono y a los extraños. También puede surgir el miedo a los animales grandes.

- De 2 a 4 años: se siente rechazo a la oscuridad y las cosas que no se pueden explicar de forma fácil (cómo los monstruos). Puede producirse miedo a los cambios bruscos como mudanzas.

- De 4 a 6 años: puede sumarse la inseguridad frente a heridas corporales y el temor a estar solos. Además puede existir miedo a las películas de terror.