A Daniel Innerarity (1959, Bilbao, España) la emergencia del coronavirus le permitió corroborar una teoría propia, además de esa máxima popular que augura que no hay mal que por bien no venga. Este filósofo y ensayista español multipremiado planeaba transcurrir buena parte de 2020 de viaje en viaje para presentar su libro “Una teoría de la democracia compleja. Gobernar en el siglo XXI”: no se le pasaba por la mente que los aeropuertos y las fronteras iban a ser cerrados, y los ciudadanos, forzados “a quedarse en casa”. “Era mi obra más importante: una síntesis de 20 o 30 años de trabajo. Y de repente me vi, primero, ante un vacío, porque mis actividades cayeron, y, segundo, en la obligación de comprobar si las ideas que había elaborado valían o no y hasta qué punto para una situación de pandemia. Entonces escribí un segundo librito, que es una pequeña continuidad del anterior, que se llama ‘Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus’”, cuenta en una conversación por WhatsApp. Y agrega: “mi tesis es que el sistema político no tiene la suficiente sofisticación interna como para gestionar los problemas sociales que vivimos”. La covid-19, inesperadamente, ofreció a este intelectual vasco la posibilidad de trasladar sus ideas al caso concreto y de refrendar por qué es una voz de referencia en la crítica de la mentalidad de cortoplacismo que estraga a las democracias.

Pensador de culto por su habilidad pedagógica para llegar a las audiencias masivas, Innerarity practica el reto de ir más allá de lo evidente. Lejos de festejar la victoria de Joseph Biden -al momento del diálogo el candidato demócrata ya se perfilaba como ganador en el estado decisivo de Pennsylvania-, el ensayista subraya que el presidente saliente republicano Donald Trump conserva el apoyo de un sector significativo de la sociedad estadounidense. Según su criterio, este resultado revela una desatención a las causas que explican la configuración del electorado de Trump. Innerarity considera que de un lado y del otro del liderazgo político hay una simplificación extrema de los retos, y que esa falta de entendimiento de las complejidades contemporáneas conduce a la pérdida de la confianza, que es un capital esencial para los esquemas democráticos. Para él sería un buen paso empezar por reconocer que no se sabe qué hacer. “Lo peor para la confianza pública es que los representantes finjan una seguridad de la que no disfrutan”, observa desde Pamplona, la ciudad de los célebres sanfermines.

-Los comicios estadounidenses repercuten en todo el mundo y resulta que allí necesitaron casi cinco días para anunciar la victoria de Biden…

-Yo creo que el resultado estaba cantado desde el momento en el que se oyeron las primeras declaraciones de uno y de otro. Biden pedía contar todos los votos y Trump, parar donde se estaba: esto indicaba que el sufragio por correo era más bien demócrata. Tenemos un problema, que no es sólo de los estadounidenses, sino global: si la democracia aún se justifica por el viejo principio de que todos los afectados por una decisión deben tener la oportunidad de influir en ella, hay un gran desequilibrio porque las decisiones que toman los votantes de Estados Unidos impactan en todo el mundo. Y yo prefiriría votar allí que en mi pueblo. Pero ocurre que todas las instituciones globales están para eso, para mitigar esa diferencia, y no lo consiguen. Y luego está el hecho de la resistencia de Trump: aunque pierda, hay millones de ciudadanos que aún lo respaldan; que aceptan el discurso que menosprecia a las mujeres, a los inmigrantes y a las minorías raciales, y que es tan poco respetuoso con la verdad, por decirlo de un modo muy suave. Lo que propongo es que, en lugar de seguir reprochando lo malo que es Trump, pensemos que si hay tanta gente que, cuatro años después, sigue votándolo es porque los demás no han hecho los deberes. En lugar de insistir en lo mal que eligen esos estadounidenses, pensemos las causas de ello. Hay allí un problema que debe ser arreglado y que las élites estadounidenses no terminan de advertirlo, y que pasa por la desigualdad, el miedo a la globalización, la injusticia, la discriminación… Por mucho que la interpretación que haga Trump de esos sentimientos sea la peor y que sus electores favorezcan a alguien que no puede resolverlos, creo que hay que ir a la raíz del asunto y no despreciarlo como una mera manifestación de “populismo”.

-A usted, que ha analizado con amplitud el cortoplacismo, ¿no le parece que este es el virus que enferma a la democracia y le impide atender las amenazas estructurales que la socavan?

-Sí, sí. Hay que rediseñar la educación, pero también el propio sistema político para que este no responda tanto a los impulsos inmediatos y no premie a los demagogos, que sólo juegan en el corto plazo. Es necesario que las reglas de reparto del poder atiendan más a las complejidades. No caben dudas de que fenómenos como el de Trump nos están señalando que hay necesidades y demandas que no se resuelven con la circunstancia de que alguien gane las elecciones. Está muy bien que haya comicios, pero cierta clase de problemas necesitan un tratamiento más profundo, y nuestros sistemas políticos reducidos simplemente a la competición electoral y a la lógica electoralista no terminan de abordarlos. Y por eso millones de estadounidenses vuelven a repetir un voto.

-Pareciera que, en esos términos, la competencia se reduce a quién miente mejor sobre lo que va a hacer o a quién hace la promesa falsa más creíble.

-Claro. En el corto plazo y en lo inmediato, las promesas generan un gran rendimiento electoral, pero en el medio y el largo se vuelven como un búmeran porque no se cumplen, o no se pueden cumplir en la medida en la que se hacen sencillamente porque hay que gobernar con otros y las circunstancias cambian. Por eso yo recomiendo un uso inteligente de las promesas y que no se abuse de ellas porque el beneficio inicial se convertirá, con el tiempo, en un perjuicio.

-En la Argentina y, por lo que se ve, también en España y en otros lugares es obvio que los líderes han perdido la capacidad de hacer consensos, y que se empeñan en una idea absurda de que poseer el poder supone aplastar al adversario e imponer una visión única sobre la realidad. ¿Cómo hacer para que las veredas enfrentadas se encuentren para charlar los grandes temas?

-La idea de rivalidad política, de pluralismo y de diversidad de intereses es tan vieja como la humanidad. Al mismo tiempo se puede afirmar que nunca los seres humanos habíamos estado ante algunos problemas de tal envergadura que requieren de acuerdos transversales entre quienes piensan de manera diferente. Por ejemplo, el cambio climático, los efectos de la robotización en el mundo del trabajo y las diferencias culturales reclaman unos entendimientos que vayan más allá del tacticismo que encadena procesos electorales sin más. A ello hay que añadir otra circunstancia propia de la sociedad contemporánea que es la fragmentación y la polarización. Esto tiene que ver en parte con las redes sociales y en parte con la crisis de todos los instrumentos clásicos de la configuración de la voluntad política, como los partidos, los sindicatos, las iglesias y los medios de comunicación tradicionales, y eso ha producido una centrifugación general de la vida pública. En ese contexto tan radicalizado, los acuerdos y las transacciones son muy difíciles, y no ya los consensos, que se presentan como algo bastante excepcional.

-¿Hay en el fondo liderazgos tan pequeños que bloquean la posibilidad de producir cosas grandes?

-En estos momentos la competición política tiene la vista puesta en ganancias muy pequeñas. Porque si tu único objetivo es triunfar en una votación, con ese poder que obtienes vas a conseguir cosas de muy poca magnitud. Las grandes ambiciones políticas son indisociables de la transacción con el adversario: si queremos abordar los problemas centrales actuales y de la humanidad, necesitamos configurar subjetividades democráticas más amplias que las que resultan de unas elecciones. Y para eso hacen faltan los acuerdos.

-¿La pandemia ha demostrado esto?

-Es un típico caso cuyo abordaje exige la implicación del Gobierno, de la oposición, de los científicos y de los ciudadanos. ¿Cómo produces esa confabulación positiva entre agentes tan diversos cuando todo el sistema político está pensado para competir y derrotar al rival?

-¿La conflictividad política se traduce en una judicialización que al final lastima la credibilidad del Poder Judicial? Lo estamos viendo en los Estados Unidos con la “batalla legal” de Trump y aquí en la Argentina con la teoría del “lawfare” que desarrolló el sector afín a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner.

-En España también. El Poder Judicial tiene ejercer una función en la democracia: ahora bien, el protagonismo excesivo y el desplazamiento hacia los jueces de los problemas que deberían haberse resuelto en el espacio político indica la ineficacia del sistema para resolver las cosas sin judicializarlas. Cuando esos problemas políticos, como el conflicto de Cataluña, van al ámbito jurídico se encuentran con que allí existen instrumentos muy elementales para resolverlos, que es la condena o la absolución, o la cárcel o la libertad, y que no se ajustan a la complejidad planteada. La Policía es capaz de disolver una manifestación, pero no de resolver el problema de fondo. La absolución judicial implica una declaración de inocencia, mas ello no supone que el absuelto sea alguien competente o idóneo en términos políticos, o que no haya abusado de su poder. Los jueces resuelven de acuerdo al Código Penal, pero, entre el Código Penal y la conciencia individual, hay un espacio de responsabilidad política que la judicatura no puede determinar porque carece de instrumentos para ello.

-En ese orden, ¿qué papel está jugando la corrupción, incluida la de la Justicia?

-La corrupción es un fenómeno que erosiona muchísimo la confianza de la gente en el sistema político. Y hay que pensar que en estos momentos uno de los principales problemas que tenemos es el bajo nivel de confianza que hay en diversas direcciones: los ciudadanos desconfían del sistema político; los representantes desconfían de la ciudadanía y los propios actores que deberían producir acuerdos de gobierno se desconfían entre sí. Y sin el capital de la confianza, la democracia no puede funcionar.

-¿Cuál es la receta para crear confianza?

-Es algo que debe ser abordado desde muchísimos frentes. Hay un ejemplo concreto relacionado con la pandemia. El otro día salió el ministro de Sanidad alemán, y dijo que las autoridades estaban seguras de ciertas cuestiones en relación con el virus y de, que en cambio, respecto de otras había muchas dudas. Me pareció excelente que un funcionario comunicara certezas e incertidumbres. Lo peor y lo que más deteriora la confianza es que los representantes finjan una seguridad de la que no disfrutan: deberían ser más audaces a la hora de establecer la comunicación de las inseguridades. Es complicado, pero pensemos en el efecto demoledor que tiene sobre la confianza colectiva el hecho de que se presuma de una seguridad de la que se carece.

Un pensador de culto

El vasco Daniel Innerarity fue incluido en la lista de los 25 grandes pensadores del mundo que elaboró la revista francesa Le Nouvel Observateur en 2005. La influencia de este doctor en Filosofía ha crecido desde entonces gracias a los análisis que publica con regularidad en diarios españoles como La Vanguardia y El País, y a su producción como ensayista, que abarca títulos de lectura imprescindible para la comprensión de la política contemporánea, entre otros, “La sociedad invisible” (2004); “Un mundo de todos y de nadie: piratas, riesgos y redes en el nuevo desorden global” (2011) y “La política en tiempos de indignación” (2015)”. Catedrático de la Universidad del País Vasco y del Instituto Universitario Europeo, ha recibido numerosos galardones. El último es el Premio Euskadi de Ensayo 2019 por el libro “Política para perplejos”.