Corría la campaña electoral provincial del año pasado cuando un dirigente advertía, como un niño que iba a hacer una travesura: mirá la bomba con la que le vamos a tirar a Germán (por Alfaro), mientras exhibía una serie de memes ridiculizando al intendente y candidato. Antes -o después- desde ese sector hicieron lo mismo, apuntando contra Mario Leito, su contrincante directo. La supuesta inofensiva práctica que llevaron adelante personajes afines a uno y otro sector político derivaron en graves acciones, que incluyeron la ventilación de cuestiones privadas y una escalada de violencia verbal que no llegó a la física de pura casualidad. Igual proceder tuvieron adláteres de casi todos los sectores del oficialismo y de la oposición: arreciaron los batallones de “trolls” (una suerte de comentaristas pagos para que hablen bien o mal de uno u otro interesado), la viralización de imágenes y consignas de la peor calaña y, en definitiva, la puesta en marcha de una campaña que se sustentó en gran medida en desprestigiar al otro. El debate de ideas y de ideologías se esfumó.
Esta manera de “hacer política” por las vías digitales se viene arraigando desde hace tiempo, sin que la clase dirigente logre frenar la bola de nieve y sin que puedan entrar en cuenta de que terminan escupiendo al cielo: todos salen salpicados. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Un ejemplo claro de ello es lo que sucedió durante los últimos días. El Ministerio de Seguridad provincial advirtió que se castigará a quienes inciten a la violencia colectiva, infundan temor, alienten el desorden o tumultos a través de las redes sociales. Además, formuló una denuncia por “intimidación pública” a través de las plataformas virtuales ante la Unidad de Delitos Complejos. También presentó una denuncia en la Justicia Federal.
Son medidas correctas, porque nadie debería atentar contra la paz social o el Estado de derecho, con autoridades democráticamente elegidas. Lo curioso es que el Gobierno impulse ahora este tipo de medidas, teniendo en cuenta de que abundan desde hace tiempo, incluso con impacto en sectores del propio oficialismo, como la Legislatura y su presidente.
Como planteó LA GACETA en su editorial del domingo: (...) el Gobierno, con el proceder de muchos de estos actores, pierde parte de su autoridad y de la ecuanimidad necesaria para juzgar, señalar o perseguir a supuestos delincuentes telemáticos, sin riesgo de atentar contra la libertad de expresión y de imponer un régimen de censura más propio de las dictaduras. Llama la atención, además, que se tomen este tipo de medidas cuando es el propio Gobierno el que se ve afectado por campañas difamatorias, mientras que no se acciona en lo más mínimo cuando son terceros los afectados, a veces incluso por operaciones orquestadas desde esos sectores del Estado.
Tal como allí se explicitó, la reacción del Poder Ejecutivo con la denuncia -si bien correcta- parece más parte de una estrategia política que una preocupación por frenar la ola instigadora que pone los pelos de punta a distintos sectores sociales, y que va desde la difusión de cadenas sobre “camionetas blancas que secuestran niños” hasta la denunciada “intimidación pública” por el audio que circuló instigando a tomar la Casa de Gobierno.
En medio de una profunda crisis que impactó en los tres poderes del Estado luego del crimen de Abigail, el Gobierno pareció salir a atribuir el malestar social a esos “instigadores de las redes” ¿O está abriendo el paraguas ante el temor de una plaza llena de indignados?
De una u otra forma, como consignó el columnista Juan Manuel Asís, es una muestra de debilidad. El Poder Ejecutivo mostró que fallan los resortes políticos para prever y manejar este tipo de instigaciones, de haberlas. También para pilotear este tipo de crisis ante la sociedad: para llevar calma sólo se apeló a repudiar la violencia y a denunciar a los que la fogonean en las redes. No hubo ninguna otra medida, anuncio, plan, exigencia, reprimenda o algo que lleve a los tucumanos a pensar que existe un Gobierno que reaccionó fuerte ante lo sucedido.
Peor es lo que sucede en el Poder Judicial. Desde el propio oficialismo salieron a decir que la Justicia es la única culpable del crimen de Abigail, al no haber condenado a “Culón”, que acumulaba más de una decena de causas. El vicepresidente de la Cámara -muy cercano a Juan Manzur- dijo que no “hace nada”, que “cobran sueldos privilegiados”, que “no pagan Ganancias” y que encima no dan respuestas a la sociedad, con una mora tremenda en resolver causas en todos los fueros. Fue un mensaje durísimo. Del Palacio de Tribunales no salió ni una desmentida ni un comunicado mostrando su labor ni un escrito con cifras de su tarea ni nada. El silencio avala el diagnóstico del oficialista. Justamente, la desconfianza en la casa de jueces y fiscales es lo que provoca que cada vez desde más sectores sociales y en más diversidad de casos se busque resolver per se conflictos que debería dirimir la Justicia. Es grave.
El Legislativo tampoco es ajeno a esto, pese a que Vargas Aignasse diga que no es resorte de ese poder restablecer el orden legal. Son los legisladores quienes aprueban los pliegos de los postulantes a ocupar cargos que van desde ministro de la Corte hasta fiscal, previa selección del gobernador. Entonces, o eligieron mal o evitan ejercer el poder de contralor que poseen sobre lo que sucede en la Justicia. Huele a connivencia entre los tres poderes para que el statu quo se mantenga. De eso no tienen la culpa los instigadores de las redes.